jueves, 8 de diciembre de 2011

Razones para creer

Hoy leí lo que sigue en un blog español muy conocido e inmediatamente pensé en subirlo. No deje de leer, le será muy útil.

Defensa de la escatología católica

La apologética tiene también otras dos funciones, que podríamos llamar “positiva” y “negativa”: promover y defender la fe cristiana y católica.
Consideremos en primer lugar la función positiva o propositiva de la apologética con respecto a los dogmas de la fe católica en general, y de la escatología en particular. En el diálogo entre católicos y no creyentes, es un error discutir sobre los dogmas de fe sin haber alcanzado antes una base de acuerdo mínima que haga posible y fructuoso ese diálogo. Sin principios comunes, dos interlocutores no llegarán a coincidir jamás, excepto por accidente. En nuestro caso, sucede que, antes de discutir sobre la verdad de los dogmas de la Iglesia Católica, es preciso ponerse de acuerdo acerca de si esa Iglesia es realmente lo que ella dice ser: el Cuerpo Místico de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Por lo tanto, si el católico quiere mostrar a un no creyente la verdad de un dogma de fe, antes debe hacer todo el recorrido apologético, demostrando la razonabilidad y la credibilidad de la fe católica en Dios, en Cristo y en la Iglesia. Sólo después de la conversión del no creyente (si ésta ocurre) el católico podrá proponerle directamente las verdades de la teológica dogmática.
En cambio la función negativa o defensiva de la apologética permite que el católico y el no creyente discutan sobre temas dogmáticos (por ejemplo los referidos a la escatología). Pero en este caso el católico se limita a refutar racionalmente los argumentos en contra de la fe católica, sin apelar a los datos de la teología, ciencia que presupone la fe, ausente en el interlocutor.
A continuación trataré de refutar algunas de las objeciones más comunes contra la escatología cristiana.
Una primera objeción frecuente sostiene que la fe cristiana en la vida eterna sería deshumanizante, porque llevaría al cristiano a despreciar la vida terrena y este mundo, y lo apartaría así de sus obligaciones mundanas (11).
A esta objeción respondo que la fe cristiana en la vida eterna de ningún modo se opone al aprecio del cristiano por su vida mortal. Al contrario, el valor inmenso que el cristiano atribuye a esta vida está basado en que, durante el transcurso de la misma, el hombre, bajo el influjo de la gracia, va dando respuesta a la oferta divina de salvación eterna. Cuando el hombre muere, esa respuesta asume un carácter definitivo. Dios, respetando la libre respuesta del hombre, da a éste aquello que a lo largo de su vida ha elegido de hecho: la unión plena de amor con Dios y sus hermanos o la soledad completa del egoísmo.
En cambio el no creyente está mucho más expuesto que el cristiano a la tentación del nihilismo. Si nada tiene sentido y la existencia humana es absurda, no se ve claro por qué el hombre debería trabajar con entusiasmo, ni amar de todo corazón, hasta el extremo del sacrificio heroico, ni soportar el sufrimiento. Y si todo acaba con la muerte, ¿para qué esforzarse tanto en pos de un progreso social que, visto a escala cósmica, será tan efímero como la vida de cualquier individuo?
Una segunda objeción frecuente contra la escatología cristiana se basa en una falsa interpretación de nuestras experiencias del bien y del mal. Así se nos dice o insinúa que el bien es aburrido y el mal es divertido, o que el Cielo terminaría por hartarnos, convirtiéndose así en otro tipo de Infierno. O se nos dice o insinúa que el Cielo es un lugar de esclavitud, mientras que el Infierno sería un ámbito de libertad.
En esta objeción, que a menudo no se formula explícitamente, pero tiene una existencia soterrada en muchas expresiones de nuestra cultura, confluyen varios factores. Por eso mi respuesta tendrá cuatro momentos.
En primer lugar, haré una breve consideración teológica. Se puede ver aquí una manifestación de aquel que es “mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8,44). Este llamar bien al mal y mal al bien procede del Maligno.
En segundo lugar, subrayo que no se debe confundir la eternidad con un tiempo infinito. Según la clásica definición de Boecio, la eternidad es la posesión total y simultánea de una vida interminable. De por sí, sólo Dios es eterno. Pero Él, el Eterno, ha querido encarnarse en el tiempo para liberar y consumar el tiempo en su eternidad. El hombre, consciente o inconscientemente, anhela liberarse de la finitud que lo oprime y consumar su vida en la unión con el Ser perfectísimo. Durante su vida terrena el hombre puede vivir en unión con Dios, pero de un modo imperfecto, por causa de su finitud y de su pecado. Sólo en la eternidad podrá alcanzar la felicidad perfecta en la visión beatífica: la contemplación del rostro de Dios. Al parecer Descartes temía aburrirse en el Cielo después de algunos millones de años. Con certero sentido del humor, André Frossard comentó que a Descartes no se le ocurrió la “idea clara y distinta” de que, mucho antes de que él se aburriera de Dios, Dios podría aburrirse de él.
En tercer lugar, subrayo que el bien hace crecer a la persona en cuanto tal, mientras que el mal la hace decrecer. León Tolstoi comienza su novela Anna Karenina así: “Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia infeliz lo es a su manera”. Se trata de una frase impresionante; sin embargo me parece que estuvo mucho más cerca de la verdad Vladimir Nabokov, quien invirtió esa frase, diciendo: “Todas las familias infelices se parecen entre sí; cada familia feliz lo es a su manera". La verdadera alegría, la alegría cristiana, proviene de la santidad; y la santidad no masifica, sino que personaliza. Esto se puede apreciar contemplando la enorme variedad de tipos humanos que integran el santoral de la Iglesia. Todos los santos fueron muy felices, pese a sus sufrimientos; pero también fueron sumamente diferentes entre sí. Extrapolando esta ley al más allá, podemos comprender que el Cielo no disolverá nuestras respectivas personalidades, sino que las exaltará a la vez que hará plena nuestra unión con Dios y entre nosotros.
En cuarto y último lugar, enfatizo que el Cielo será un estado de plenitud, donde no nos faltará nada de lo realmente bueno. Siendo un niño pequeño, me preocupaba pensar que en el Cielo, por ser éste un lugar tan grande y lleno de gente, quizás no volvería a encontrarme con mis seres queridos. En realidad, no puede ser así. En el Cielo no sólo gozaremos de la perfecta alegría de la contemplación de Dios, sino también de la alegría de una perfecta sociedad de hermanos. Evidentemente esa sociedad incluye a nuestros seres queridos bienaventurados.
No quiero eludir el aspecto más difícil de esta cuestión, que se resume en esta pregunta: ¿Cómo podríamos ser felices en el Cielo si alguno de nuestros seres queridos se condenara eternamente? Santo Tomás de Aquino enseña que los bienaventurados se alegran por las penas infernales de los condenados, aunque no por las penas en sí mismas, sino en cuanto éstas manifiestan la justicia divina (cf. Suma Teológica, Suplemento, Cuestión 94, Artículo 3: Si los bienaventurados se alegran del castigo de los condenados). Aun aceptando esta doctrina tomista, podemos reconocer que la cuestión nos sigue resultando misteriosa. En un intento de respuesta complementaria a la de la Suma Teológica, traigo aquí a colación una frase de un pensador con quien discrepo mucho, pero que en este caso ofrece, a mi juicio, una pista válida. Dice Teilhard de Chardin que el Pleroma (es decir, la plenitud del Cielo) se pierde para el condenado, pero éste no se pierde para el Pleroma. No debemos dejarnos engañar por dilemas absurdos, como el de un personaje de ficción que prefiriera condenarse antes que separarse de su amante pecadora. Si esta última se ha condenado es porque no amó de verdad a nadie, ni siquiera a nuestro hipotético personaje. Y si éste elige el Infierno para estar con su amada, en ese mismo acto de elección deja de amar de verdad, también a aquella que fue su ser más querido. De modo que no tendría ninguna lógica una rebelión colectiva contra Dios, al estilo de un motín, como si se dijera: “Al Cielo entramos todos o no entra nadie”. No es culpa de Dios que alguien se condene. Y la verdadera solidaridad es incompatible con el egoísmo que conduce al Infierno. Tampoco tendría posibilidad alguna de éxito un intento de chantaje emocional contra Dios, como si alguien dijera: “O me dejan entrar al Cielo así como soy, en pecado mortal, o me voy al Infierno y así les arruino la fiesta, destruyendo la felicidad del Cielo”. La infinita felicidad del Cielo no depende de la decisión contingente de un ser finito. Nadie puede destruirla. Y esto es perfectamente justo.
La tercera y última objeción frecuente contra la escatología cristiana que analizaré es la afirmación de que Dios y el Infierno no pueden coexistir, puesto que Dios sería injusto y cruel si hubiera creado el Infierno.
A esta objeción respondo con la clásica respuesta cristiana al problema del mal. Dios no es el autor del mal. Él no lo causa, sino que lo permite, por razones que Él, por su infinita sabiduría, comprende mucho mejor que nosotros. Dios creó al mundo para el hombre y se ha complacido en crear al hombre a su imagen y semejanza. Por eso el hombre es un ser espiritual, inteligente y libre. A la vez que atrae constantemente al hombre al Sumo Bien, Dios respeta la libertad humana. Y la libertad es un arma de doble filo, por así decir. Ser libres es nuestra grandeza y nuestro riesgo. En nuestra posibilidad de elegir y hacer el mal hay una especie de necesidad metafísica. Para poder amar a Dios libremente es necesario que podamos aceptarlo o rechazarlo libremente; pero entonces también el pecado es para nosotros una posibilidad real. Dios podría haberla evitado negándonos la libertad, pero no ha querido crear robots, sino seres semejantes a Él, destinados a ser sus hijos, partícipes de su naturaleza divina. El Cielo no es un campo de concentración al que todos seremos llevados a la fuerza, queramos o no queramos. Por otra parte subrayo que Dios no sólo es misericordioso, sino también justo, y que, al condenar al Infierno a quienes lo han rechazado hasta el fin, Dios no comete ninguna injusticia, sino que manifiesta su justicia. No debemos imaginar que Dios rechaza a los condenados pese a que éstos se arrepienten en medio de las penas infernales. En el Infierno no hay verdadero arrepentimiento.
Daniel Iglesias Grèzes

Notas
11) Esta acusación es típica de los marxistas, que, siguiendo a Karl Marx, ven en la religión a un “opio de los pueblos”. Curiosamente, el gran escritor argentino Borges hace a los cristianos la acusación inversa: el amor de los cristianos a esta vida revelaría su falta de fe en la vida eterna. Véase: Jorge Luis Borges, El inmortal, en: El Aleph, Alianza Editorial, Madrid 1987, pp. 21-22. La respuesta a ambas acusaciones (la de Marx y la de Borges) es la misma: el “y” católico (al decir de Hans Urs von Balthasar). El cristiano no tiene que elegir entre el amor a los hombres y el amor a Dios, entre sus deberes civiles y sus deberes religiosos, entre el aprecio a su vida terrena y su fe en la vida eterna. En estos y otros temas semejantes, el cristiano no se encuentra en un dilema entre dos alternativas excluyentes: o lo uno o lo otro. En cambio, por su fe él aspira a ambas cosas: lo uno y lo otro; dentro de un orden en el que rige el primado de lo divino.
(Fuente: Daniel Iglesias Grèzes – www.razonesparanuestresperanza.com)

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