domingo, 26 de febrero de 2012

Cuaresma


El pasado miércoles hemos  comenzado el tiempo cuaresmal con el rito de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas. ¿Conoces el significado? El papa Benedicto XVI nos lo explica aquí.

Texto completo del discurso del Papa
Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis me gustaría detenerme brevemente sobre el tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Es un viaje de cuarenta días que nos llevará al Triduo Pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia, este era el momento en que los que habían oído y aceptado el mensaje de Cristo empezaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación a la fe que se realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de parte de los catecúmenos, es decir, de aquellos que querían ser cristianos y ser incorporados a Cristo en la Iglesia.

Posteriormente, también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a experimentar este camino de renovación espiritual, para conformar más la propia existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en las diferentes etapas del camino de la Cuaresma, enfatiza una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: es la redención no de algunos, sino de todos, al estar disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, tanto los que recorrían un viaje de fe como catecúmenos para recibir el bautismo, como los que se habían alejado de Dios y de la comunidad de fe y buscaban la reconciliación, o los que vivían su fe en plena comunión con la Iglesia, todos juntos sabían que el tiempo antes de la Pascua era un tiempo de metanoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como u n proceso de conversión que se pone en marcha ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.

Con una expresión que es típica en la liturgia, la Iglesia llama al período en el que hemos entrado hoy, «Cuaresma», es decir, un tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la sagrada escritura, nos introduce en un contexto espiritual específico. Cuarenta es, de hecho, el número simbólico con el que el Antiguo y el Nuevo Testamento representan los aspectos más destacados de la experiencia de fe del Pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico exacto, dividido por la suma de los días. Más bien indica una perseverancia paciente, una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decision es maduras.

El número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé.Este hombre justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn. 7,4.12, 8.6). Después la siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex. 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años... No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años", dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt. 8,2.4). Los años de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re.19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl (Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam. 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo! “¡Oh, si escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10).

En el Nuevo Testamento Jesús, antes de comenzar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt. 4,2): se alimenta de la palabra de Dios, que utiliza como un arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús recuerdan aquello que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días en que Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch. 1,3).

Con este recurrente número de cuarenta está descrito un contexto espiritual que se mantiene actual y válido, y la Iglesia, precisamente a través del periodo cuaresmal, intenta mantener el valor permanente y hacernos actual la eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene el propósito de facilitar un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y, sobre todo, para aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados ​​en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto tienen actitudes y situaciones ambivalentes. Por un lado son la temporada del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando les hablaba al corazón, señalándoles siempre el camino a seguir. Dios se había hecho, por así decirlo, casa en medio de Israel, lo precedía en una nube o en una columna de fuego, proveía todos los días la comida haciendo bajar el maná, y haciendo surgir el agua de la roca. Por lo tanto, los años pasados ​​por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a Él por parte del pueblo: el tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia también muestra otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: es también el tiempo de las tentaciones y de los mayores peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera regresar al paganismo y se construye sus propios ídolos, porque ve la necesidad de adorar a un Dios más cercano y tangible. Es también el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.

Esta ambivalencia, tiempo de la especial cercanía de Dios –tiempo del primer amor--, y tiempo de la tentación --la tentación de volver al paganismo--, la reencontramos en modo sorprendente en el camino terrenal de Jesús, por supuesto que sin ningún tipo de compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que se sacrifica a sí mismo y vive para los demás y se coloca entre los pecadores, para tomar sobre sí los pecados del mundo, Jesús va al desierto por cuarenta días para estar en unión profunda con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos aquellos ritmos de cuarenta días o años a los que me he referido. Esta dinámica es una constante en la vida terrenal de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima soledad con Él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de "desierto" y de encuentro especial con el Padre, Jesús está expuesto al peligro y se ve asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, que le ofrece otro camino mesiánico, lejos del plan de Dios, por que pasa a través del poder, el éxito, el dominio y no a través de la entrega total en la Cruz. Esta es la disyuntiva: un poder mesiánico, de éxito, o un mesianismo de amor, de don de sí.

Esta ambivalencia describe también la condición de la Iglesia peregrina en el "desierto" del mundo y de la historia. En este "desierto", ciertamente los creyentes tenemos la oportunidad de vivir una profunda experiencia de Dios que hace fuerte el espíritu, confirma la fe, nutre la esperanza, anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte por el sacrificio de amor en la Cruz. Pero el "desierto" es también el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el secularismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano del existir, sustrayéndole toda referencia a la trascendencia. Es este también el ambiente en el que el cielo sobre nosotros es oscuro, porque está cubierto por las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, incluso para la Igle sia de hoy, el tiempo del desierto puede transformarse en un tiempo de gracia, porque tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura, Dios puede hacer brotar el agua viva que refresca y restaura.

Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos llevarán a la Pascua de Resurrección, podemos encontrar un nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe cada situación de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que de las tinieblas el Señor hará surgir el día nuevo. Y si hemos sido fieles a Jesús y siguiéndolo por el camino de la cruz, el mundo luminoso de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría se nos devolverá: será el nuevo amanecer creado por Dios mismo. ¡Buen camino de Cuaresma a todos!

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