Reproducimos la traducción que el blog amigo La Bohardilla de Jerónimo ha hecho de un artículo publicado por Víctor Messori, que debe ser leido con detenimiento.
Es el reflejo condicionado de la
profesión. Comprensible, tal vez debido, pero que a veces parece un poco
abusivo. Hablo del tamiz al que los periódicos someten los textos papales para
encontrar alguna alusión a los eventos de la actualidad eclesial. Al respecto,
he leído con atención el texto completo de la homilía pronunciada ayer por
Benedicto XVI en la Misa de Pentecostés. Dicen que la ha escrito totalmente de
su puño y letra, a diferencia de muchas otras cosas en las que se limita a
revisar lo que preparan según sus instrucciones, orales o escritas.
Pero – y si soy desmentido no me
quejaré – no me ha parecido encontrar ningún vínculo con la actual crónica
negra eclesial. Y digo negra de manera intencional, porque me parece recordar
que es una de las poquísimas veces, desde el final del poder temporal, que se
habla de alguien, además un laico, encerrado por “sacerdotes” en su cárcel. No
son las secretas del Palacio del Santo Oficio, donde el cardenal Ratzinger ha
trabajado por un cuarto de siglo, pero, en definitiva, ha causado gran
impresión.
La celda del ayudante de cámara,
entre otras cosas, nos recuerda una realidad a menudo olvidada: el Vaticano, a
pesar del escaso medio kilómetro cuadrado de superficie, es un Estado entre los
Estados, se sienta en la ONU, tiene una bandera, un escudo, un himno, tiene un
periódico y una gaceta oficial, tiene embajadas, policía, fuerzas armadas,
tribunales, una radio, una estación ferroviaria. Tiene también la comentada
banca central; y, de hecho, tiene una prisión. Importante, digo, no olvidarlo,
porque (como ha sido observado también recientemente) se sigue confundiendo
entre Ciudad del Vaticano e Iglesia, mientras que no son lo mismo. Así, por
ejemplo, las cuestiones del IOR o del Osservatore Romano o de las embajadas en
el mundo, las nunciaturas, conciernen al Estado, no a la Iglesia. También el
episodio clamoroso del arresto de estos días y la filtración de documentos que
la ha precedido no tienen ninguna relevancia religiosa, conciernen a la policía
y los magistrados vaticanos, por lo tanto al Estado, no ciertamente a la
Iglesia.
Pero, para volver a la homilía de
ayer de Benedicto XVI. Probablemente había sido escrita tiempo atrás pero,
incluso si su misma escritura hubiera sido recientísima, era muy improbable
encontrarse referencias a esto. También porque, lo reiteramos, no se trata de
eventos que conciernen a la enseñanza de aquel Custodio de la fe y de la moral
que es el Sucesor de Pedro.
La ocasión litúrgica era la de
Pentecostés que, lo recordó el mismo Papa, es como el “bautismo” de la Iglesia,
nacida pocos días antes, es decir, después de la Ascensión al Cielo de Jesús.
El profesor Ratzinger era, y es, un gran experto de teología dogmática y tenía
– tiene – una óptima preparación en exegesis bíblica, como ha confirmado
también en los dos libros hasta ahora publicados sobre el Jesús histórico. No
es especialista en historia eclesiástica, pero es también esta una disciplina
en la que se mueve con desenvoltura. Por lo tanto, sabe bien que es en gran
parte abusivo aquel mito de la Igelsia primitiva, compuesta totalmente de
santos, cultivado también hoy por quien se opone a la Santa Sede actual,
invocando el retorno a los orígenes. El mito nace de algunos versículos de los
Hechos de los Apóstoles que describen la idílica comunidad primitiva de
Jerusalén, donde todos se aman y ponen todos sus bienes en común.
Por desgracia, duró poco, porque
las comunidades iniciales, compuestas por judíos, se dividieron enseguida en su
interior entre “helenistas” y “judaizantes”, sin exclusión de culpas. Tanto que
hubo de inmediato un cisma, el de los judeo-cristianos. Las cartas de Pablo nos
dan un panorama inesperado y un poco desalentador: las iglesias, a menudo
fundadas por él mismo, por lo tanto recién nacidas, no estaban sólo ya
divididas en el plano doctrinal sino que a menudo no brillaban tampoco por
moralidad y el Apóstol debe reprender, exhortar, estigmatizar comportamientos
pecaminosos.
Haciendo un salto temporal, no
olvidemos que en muchas ciudades del África septentrional, donde el
cristianismo se había implantado rápidamente, fueron con frecuencia cristianos
quienes abrieron las puertas a los musulmanes, aclamándolos a su ingreso. Mejor
ellos, decían, que los bizantinos que mandaban en aquellas tierras; y mejor
también que las continuas luchas, a menudo bastante sangrientas, y que la
inmoralidad, de las infinitas sectas y facciones que se enfrentaban dentro de
la Iglesia. Vengan, por lo tanto, gritaban los bautizados cansados de aquellas
violencias, vengan los discípulos de Mahoma a poner un poco de orden entre
aquellos sedicentes seguidores del Evangelio y cargados en cambio de todo
pecado.
¿Por qué recordar estas cosas?
Porque la serenidad de Benedicto XVI nace de la conciencia que, desde los
comienzos – precisamente en Pentecostés -, la institución eclesial ha estado
raramente a la altura del ideal. La imperfección es la norma, allí donde hay
hombres. Alguno ha llegado al punto de hablar de una suerte de apatía suya
frente a los recientes graves episodios que no tocan, ciertamente, la teología,
pero que hieren la máquina institucional, con el peligro de escándalo para los
fieles y de pérdida de credibilidad del entero catolicismo. Está incluso quien,
diciendo hablar como amigo al Papa y por el bien de la Iglesia, ha augurado la
renuncia que lo lleve a retomar, finalmente, su verdadera vocación: la del
estudioso, retirado en un monasterio, sólo con sus libros. Dejando a algún
otro, más activo y atento a la vida concreta de la Iglesia, la gestión de las
cosas. Pero estos amigos de Joseph Ratzinger de cuya buena fe no queremos dudar
no se dan cuenta que, de este modo, hacen el juego precisamente a sus
opositores, si realmente lo quieren inducir a irse con eventos como la
filtración de los documentos privados. En cuanto a la apatía, quien habla de
eso ignora que Benedicto XVI no ama el clamor sino el trabajo paciente,
meditado, respetuoso de las personas y que cuanto ha hecho, y hace, escapa a
menudo a los medios pero no es, de hecho, irrelevante. Y pronto, se dice, se
tendrá una pueba que sorprenderá a quien lo acusa de distancia de los hechos.
Queda, de todos modos, el hecho
de que un teólogo como él es totalmente consciente que la Iglesia ha sido, es,
y será siempre, como decían los Padres, “immaculata ex maculatis”: sin mancha
en su Misterio, que es Cristo mismo, y demasiado a menudo sucia en su envoltura
institucional, compuesta por hombres que los sacramentos no han hecho a todos
santos. El Papa sabe bien que la Persona de la Iglesia no debe ser confundida
con su personal. Dolorido, ciertamente, y lo ha dicho sin vacilar frente a la
pederastia de mucho clero y frente a otros hechos penosos. Pero es un dolor que
no merma de ningún modo su convicción de que, por mucho que hagan los hombres
de la Iglesia, por mucho que pequen los hombres de la institución, nunca lograrán
afecta lo que importa. Es decir, la fe en el Inocente por antonomasia que
precisamente el día de Pentecostés ha comenzado su marcha misionera por el
mundo entero. Lo que importa, ha dicho una vez, es la perla, no el poco
agraciado envoltorio.
(Fuente: La Bohardilla de Jerónimo)
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