El pasado domingo se
clausuró el 50 Congreso Eucarístico Internacional celebrado este año en Dublín
(Irlanda). Como acto final fue transmitido un mensaje de S.S. Benedicto XVI, en
el que alude explícitamente al espíritu del Concilio Vaticano II en lo referente
a la reforma litúrgica y a las realidades de su aplicación posterior en la
Iglesia y al camino que debe recorrerse aún. Aquí el texto del mensaje.
Queridos hermanos y
hermanas:
Con gran afecto en
el Señor, saludo a todos los que os habéis reunido en Dublín para el 50
Congreso Eucarístico Internacional, en especial al Señor Cardenal Brady, al
Señor Arzobispo Martin, al clero, a las personas consagradas, a los fieles de
Irlanda y a todos los que habéis venido desde lejos para apoyar a la Iglesia en
Irlanda con vuestra presencia y vuestras oraciones.
El tema del
Congreso – «La Eucaristía: Comunión con Cristo y entre nosotros» – nos lleva a
reflexionar sobre la Iglesia como misterio de comunión con el Señor y con todos
los miembros de su cuerpo. Desde los primeros tiempos, la noción de koinonia o
communio ha sido central en la comprensión que la Iglesia ha tenido de sí
misma, de su relación con Cristo, su Fundador, y de los sacramentos que
celebra, sobre todo la Eucaristía. Mediante el Bautismo, se nos incorpora a la
muerte de Cristo, renaciendo en la gran familia de los hermanos y hermanas de
Jesucristo; por la Confirmación recibimos el sello del Espíritu Santo y, por
nuestra participación en la Eucaristía, entramos en comunión con Cristo y se
hace visible en la tierra la comunión con los demás.
Recibimos también
la prenda de la vida eterna futura.
El Congreso tiene
lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para
celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del
inicio del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más
amplia renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un
examen profundo de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la
participación plena y activa de los fieles en el sacrificio eucarístico.
Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la
Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de los Padres
Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es
igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La
renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para
que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su
verdadero propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el
Señor, presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a
través de este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor
de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas
litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la
«participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por
tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica
real.
En un mundo que ha
cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales, debemos aprender
a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que
puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida. La Eucaristía es el culto de
toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno compromiso de cada cristiano
en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser pueblo santo de Dios,
pero también a la santidad personal; se ha de celebrar con gran alegría y
sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos invita
a arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros
hermanos y hermanas; nos une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del
mismo Espíritu de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros. Por otra
parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz; su
cuerpo y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el perdón de los
pecados y la transformación del mundo.
Durante siglos,
Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por la santa Misa y por la fuerza de su
gracia, así como por las generaciones de monjes, mártires y misioneros que han
vivido heroicamente la fe en el país y difundido la Buena Nueva del amor de
Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los herederos de una Iglesia que
ha sido una fuerza poderosa para el bien del mundo, y que ha llevado un amor
profundo y duradero a Cristo y a su bienaventurada Madre a muchos, a muchos
otros. Vuestros antepasados en la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse
por la santidad y la constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que
proviene del Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia
universal, en comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el amor a
la fe y la virtud cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica, imbuida
de un sentido radical de la presencia de Dios, fascinada por la belleza de su creación
que nos rodea y purificada por la penitencia personal y la conciencia del
perdón de Dios, es un legado que sin duda se perfecciona y se alimenta cuando
se lleva regularmente al altar del Señor en el sacrificio de la Misa.
La gratitud y la
alegría por una historia tan grande de fe y de amor se han visto recientemente
conmocionados de una manera terrible al salir a la luz los pecados cometidos
por sacerdotes y personas consagradas contra personas confiadas a sus cuidados.
En lugar de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar
testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del
mensaje de la Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben
regularmente el cuerpo del Señor y confiesan sus pecados en el sacramento de la
penitencia hayan pecado de esta manera? Sigue siendo un misterio. Pero,
evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado por el encuentro gozoso con
Cristo: se había convertido en una mera cuestión de hábito. El esfuerzo del
Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a redescubrir
la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo. El
Congreso Eucarístico tiene un objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con
el Señor resucitado. Le pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual
que sopló sobre los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame
también sobre nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos
ayude a ser verdaderos testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es
su amor. El amor de Cristo es la verdad.
Mis queridos
hermanos y hermanas, ruego que el Congreso sea para cada uno de vosotros una
experiencia espiritualmente fecunda de comunión con Cristo y su Iglesia. Al
mismo tiempo, me gustaría invitaros a uniros a mí en la oración, para que Dios
bendiga el próximo Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar en 2016
en la ciudad de Cebú. Envío un caluroso saludo al pueblo de Filipinas,
asegurando mi cercanía en la oración durante el periodo de preparación a este
gran encuentro eclesial. Estoy seguro de que aportará una renovación espiritual
duradera, no sólo a ellos, sino también a todos los participantes del mundo
entero. Ahora, encomiendo a todos los participantes en este Congreso a la
protección amorosa de María, Madre de Dios, y a san Patricio, el gran Patrón de
Irlanda, a la vez que, como muestra de gozo y paz en el Señor, os imparto de
corazón la Bendición Apostólica.
BENEDICTUS PP. XVI
(Fuente: La bohardilla de Jerónimo)
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