Nos hemos permitido incluir en este blog el siguiente aporte. Se trata de algo aleccionador que ilumina con claridad nuestra actitud como católicos ante la realidad de la muerte. Le sugiero al lector que no se amilane por lo extenso del texto. Es ameno y fácil de leer. Su lectura le aportará elementos indispensables para que, como cristiano, pueda ir en ayuda de otro, o bien para elaborar alguna situación personal que tenga similitud con el hecho relatado.
De cara a la eternidad:
Autor: P. M. (Profesor universitario de Filosofía y Teología en argentina)
"La Gracia de Pablito"
"Toda la muerte reclama: ley es, no pena el morir. Este mundo en un
tiempo se acaba" Esta frase, atribuida a Séneca, dice algo que nadie
niega: al final la hora siempre llega.
El qué, el hecho de la muerte, todos lo compartimos. Lo que nos distingue acaso,
sea más bien el cómo. Éste es el testimonio de alguien que se ha encontrado
ante este Misterio, y lo ha acogido con fe y esperanza.
En los cursos de la universidad, es común que los alumnos me planteen
sus cuestionamientos acerca de la cantidad de hijos que uno tiene. Sus
reacciones van desde la mirada escéptica hasta la admiración cuando se enteran
del número de hijos que integran mi familia. ¡Ocho! exclaman con una expresión
mezcla de incredulidad y asombro. Siempre se plantea esto, especialmente cuando
se da ese diálogo personal, tan necesario en las materias formativas de la
Universidad, para entrar en un clima de confianza imprescindible. Son temas muy
"calientes", "existenciales", "comprometidos" que
requieren respuestas de idéntico tenor. Y una de esas respuestas que hace ya
años he esbozado respecto al tema de los hijos empezó siendo una
"ocurrencia", es decir, algo que se me ocurrió de repente y que ahora
no sería temerario atribuir a algo superior. La inspiración del Espíritu Santo
no es ningún mito para la fe católica. En las miles de horas de clase que he
dictado varias veces me he encontrado diciendo cosas que jamás las había
pensado y que siempre me pregunto de dónde salieron. Una de esas
"ocurrencias" la planteaba más o menos así: Dice el lugar común que
se traen hijos al mundo.
Pues bien, eso en realidad no es tan
así. El mundo es algo pasajero, transitorio, no es el lugar definitivo de
nuestros hijos (tampoco el nuestro). En realidad traemos hijos para la
eternidad. Tenemos hijos con destino de eternidad, no con destino mundano. Esto
no es lo definitivo. No están destinados a la muerte. Lo definitivo es lo
eterno, el mundo de lo sobrenatural, lo que no es de este mundo (ni tampoco
extraterrestre o extraplanetario). Cada hijo es un destinado a lo eterno. Para
decirlo de una vez: cada hijo está destinado a Dios. Todo padre católico
tendría que tener esto absolutamente claro. Especialmente para entender la
insistencia de la Iglesia Católica sobre la generosidad que deben tener
los esposos en la transmisión de la vida. Esto era uno de los aspectos de la
"ocurrencia" de la que hablo. Era algo que "me salió un día,
así, en una clase y no me olvidé más de
decirlo. ¿Por qué lo decía? No lo tenía tan claro. Y encima, había otra cosa
que decía que sonaba más raro todavía. Hablaba de una póliza de seguro que
nadie, absolutamente nadie, se atrevería a firmar: nadie puede asegurar que va
a morir antes que sus hijos. Nadie puede asegurar que, como dice la ley de la
naturaleza, los hijos van a enterrar a sus padres, porque eso es lo natural, lo
que debe ser, lo que está en la naturaleza de las cosas, en definitiva, lo que
está bien (aunque la muerte de cualquier ser querido siempre nos duela). ¡¿Por
qué decía esto último? Nunca lo supe con certeza... hasta ahora.
Lo extraño de todo esto es que tenía una rara sensación al decirlo,
nunca lo expresé, nunca dije nada, pero esa sensación me acompañaba al terminar
de decir estas cosas en las clases. Y esa sensación me decía en lo más profundo
que "Alguien" me iba a cobrar esa extraña e infirmable póliza.
Alguien me iba a pedir vivir la terrible posibilidad de lo que decía. Vivir lo
que decía... Vivir-lo-que-decía. Claro, ¡qué fácil es decir las cosas sin el
compromiso de vivirlas! ¡Qué fácil es hablar, qué fácil salen a veces las
palabras. ¡Qué fácil! Incluso lo escribí. No esto. No así. Pero sí escribí
sobre el dolor, escribí sobre la Cruz, lo que todo esto significa para el
cristiano y para la esencialidad de lo cristiano, de lo católico. Está en mis
libros de teología. Está escrito. Está impreso. Sin la Cruz, sin el dolor, y
sin la Resurrección, el cristianismo es ininteligible. No se entiende nada.
Nada de nada. En el mejor de los casos, reducimos a Cristo a una especie de
filósofo moral. Y ya se sabe que reducir a Cristo a eso es la muerte del
cristianismo. No necesitamos más filósofos (de "filósofos" estamos
hasta acá), necesitamos un Redentor, un Salvador. Y Cristo dio vuelta el dolor,
porque de una manera revolucionaria nos muestra un dolor no solamente como
dijeron los paganos (y hasta ahí llegaron), sino una ocasión para aprender. Ya
no se trata de ser solo algo que nos hace madurar. Se trata de que ahora el
dolor no solo enseña sino que encima salva, y salva eternamente. Y también ¡qué
fácil suena esto! ¡Qué fácil es escribirlo, no sólo decirlo, también
escribirlo! ¿Qué "arriesgaba" al decirlo? ¿Qué "arriesgaba"
al escribirlo? ¿Qué ponía en juego? En definitiva, ¿qué vivía de lo que estaba
diciendo?
Siempre un profesor, especialmente cuando se trata de materias como estas,
sufre la sensación de la enorme desproporción entre la propia miseria personal
y la grandeza de lo que esta enseñando. Me ha pasado siempre. Continuamente.
Todo el tiempo. La verdad católica es algo tan inmenso, tan desproporcionado enfrentada
a la sabiduría meramente humana, que siempre nos pasamos repitiendo aquello de
San Pablo: "Llevamos este tesoro en vasos de barro para que se vea que el
poder extraordinario viene de Dios y no de nosotros" (II Cor 4, 7). O eso
otro de Messori en su Apostar por la muerte: "Escribo, pues, a disgusto,
angustiado por el terror al moralismo, máscara hipócrita e inhumana del
moderado, que se permite pontificar acerca del dolor del prójimo mientras se
fuma un buen habano en la sobremesa de una buena comida" (p. 56). Pues
bien, unos ya lo saben pero aquellos que no me conocen quizás ya hayan
adivinado que ese Alguien se cobró la póliza, que lo que yo escribí o dije un
día en las clases de la universidad ya no son palabras en el viento, no son
'flatus vocis" como diría un rabioso nominalista, ya no se trata de tinta
o toner impreso en un papel. Se trata de un hecho.
Ya no soy el moderado del que habla Messori que discurre acerca de
"teoremas teológicos sobre el dolor. Ya no puedo serlo. En esa extraña
letanía repetía: "Yo traigo hijos para la eternidad". Pues eso,
queridos amigos, es para mí ya un hecho, un hecho tremendo, algo cuya
premonición pareciera haber estado enquistada en las oscuridades (o
luminosidades) de mi alma, algo que apareció de una manera brutal, inesperada,
para golpearnos con la fuerza de una maza en lo más profundo del corazón. Hace
ya más de un año, toda esta extraña letanía se me ha hecho carne, se ha hecho
vida, se ha hecho existencia, se ha hecho ser. Hace ya más de un año mi hijo
Pablito, de 15 años, murió en un accidente en el campo de sus abuelos. Hace ya más
de un año una inmensa mole de hormigón se le cayó encima y lo mató. Decía André
Malraux: "El hombre nace cuando, por vez primera, susurra ante un cadáver:
¿por qué?". ¡Habré, entonces, nacido un martes 13 de enero del 2004?
No es natural que un padre entierre a su hijo. No, no es natural. Pero
los cristianos sabemos que no todo se termina en lo natural. Sabemos que hay
una dimensión sobrenatural que lo cambia todo. Esto es así. Lo sobrenatural lo
cambia todo, todo, absolutamente todo. Lo humano ya no es "solo"
humano. Nada es igual visto con los ojos de lo eterno. Y en medio de todo este
dolor uno se va dando cuenta de que esto es un regalo inmenso, sí, es cierto,
un regalo que duele como si te arrancaran un pedazo de corazón, (en realidad,
esa es la sensación "física" que uno siente, que te arrancan un
pedazo de tu corazón, esto lo he hablado con otras personas que han perdido a
sus hijos) pero -a la luz de Cristo- es un don, una gracia. La gracia no te
ahorra ningún dolor, es lacerante, pero como también fue el dolor redentor de
Cristo y el dolor corredentor de la Virgen.
Y todo esto ha sido una lluvia de gracias sobre todos nosotros. Cristo no vino
a eliminar el dolor (por lo menos en esta etapa peregrinante). No vino a dar
una explicación sobre el dolor. No vino a destruir la Cruz sino a extenderse
sobre ella (P. Claudel). No destruyó el dolor sino que vino a transformarlo. Y
yo soy testigo de eso. Tengo toda la sensación de que mi familia y yo hemos
sido considerados dignos de sufrir este dolor. Todos los días doy gracias por
tener fe, pero pido también todos los días ser sostenido en ella. Vivo todo
esto como una gracia, como un don y... también como expiación. Y para aquél que
piense que todo esto que digo es una especie de "chicana" psicológica
para zafar puedo contarles que todos los días que recuerdo a mi hijo siento que
se me clava un dardo en el corazón. Para los que tengan la tentación de apelar
a explicaciones sobre "delirios místicos" y cosas por el estilo,
simplemente sepan que tengo muy presente todo lo que viví en esas horas
terribles. Como cuando iba por los pasillos del hospital municipal de Necochea
diciéndoles a las dos personas que tenía a mi lado (y que estaban ahí porque
creían que me iba a caer a pedazos): "Voy caminando hacia el momento más
terrible de mi vida".
Sí, lo dije con una conciencia tan clara que aún hoy me sorprende: "Voy
caminando hacia el momento, más terrible de mi vida", de toda mi vida. Lo
que vi allí no podré sacármelo nunca más de mi cabeza. Dicen que la memoria es
selectiva. Yo no creo demasiado en eso. ¡Maldita memoria! A veces desearía que
ciertas imágenes, ciertos datos se me perdieran para siempre. Pero Dios sabe
por qué los recuerdo. Lo que vi ahí estará en mi memoria para siempre y cada
vez que lo traiga, cada vez que lo recuerde, cada vez, me dolerá casi como la
primera vez, partiéndome el corazón como la primera vez. ¡Y cómo me duele, casi
más que haberlo visto así, el no haberlo besado, el no haberle dado la
bendición, como hice casi todos los días de su vida! ¡Cómo me duele, Dios mío!
No fui lo suficientemente fuerte como para saber qué tenía que hacer. Sí, es
cierto, le pasé la mano por su cabeza mientras le decía. "¡Pablito, Dios
mío, Pablito! Pero "me olvidé de besarlo y bendecirlo. Siempre me acuerdo
dolorosamente de ese momento de debilidad. Pero sé que a Pablito eso no le
importó. Seguramente, como dijo Agnes, Pablito ya sabe...", "Pablito, ya entiende..."
¿Qué clase de religión es la católica? ¿Acaso una religión que nos sirve
simplemente para enterrar bien a nuestros muertos? ¿En qué creemos realmente
cuando enterramos a alguien amado? ¿Acaso nuestra fe es una muleta que al mejor
estilo de los toxicómanos utilizamos para soportar lo insoportable de esta
vida? ¿Y cuando el tiempo va curando heridas, vamos dejando esa fe de lado a la
manera que un inválido que se restablece va dejando las muletas? Si las
palabras de Cristo a la hermana de Lázaro no son reales pues entonces todo el
cristianismo no es más que la mentira más grande de la historia (Nietzsche). Y
entonces, mi hijo está más muerto que nunca. Pero Cristo le dijo a Marta:
"Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera,
revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás. ¿Lo crees
tú?" (Jn. 11, 25-26). ¡Lo crees tú, cristiano? ¿Lo crees tú que entierras
a tus muertos? ¿Rezas por tus muertos? ¿Puedes ofrecer por ellos para que ellos
puedan purificarse más rápidamente en aquello que los católicos llamamos
purgatorio? ¿O tus muertos ya están bien muertos para siempre? ¿Lo creo yo,
cristiano?
Y entonces aparece el cristianismo como ese orden milagroso sobrenatural
que nos permite respirar el aire puro fuera de la "cárcel" de la
naturaleza, fuera de ese mundo pagano que cree que todo se termina ya aquí, o
que en el mejor de los casos nos hace creer que nos disolvemos en el polvo
cósmico panteísta. Cristo no es un fundador de religión más. No es simplemente
"el predicador de Dios. Es Dios mismo conduciendo a los hombres a la
realidad más profunda. A diferencia de cualquier otra "construcción
religiosa" (y por lo tanto, mera invención humana) el cristianismo tiene
un carácter específicamente sobrenatural, gracioso y anormal. No es la
normalidad del hombre en busca de lo divino como pasa en todas las religiones
falsas inventadas por el hombre. En el cristianismo es lo divino lo que se mete
en la historia humana de manera definitiva y total, para hacernos partícipes de
lo divino. "Dios que se hace hombre para que el hombre se haga Dios".
Cristo nos está simplemente diciendo "esperen", "no pierdan la
esperanza porque yo soy la esperanza y porque ustedes van a volver a verlos, a
ellos, a los que lloran", "esto no es lo definitivo", "el
dolor no tiene la última palabra" "yo he transformado de tal manera
que vuestro dolor es esa escalera para la felicidad".
Y también escucho que Él me dice al oído, despacito: "Os di un muchacho
que, en su breve tiempo terreno, siempre demostró tener más signos de vivir
para el Cielo que para la Tierra. A quien le quito le devuelvo; no importa si
en la Tierra o en la eternidad, pero Yo restituyo todo. Y os devolveré cada
criatura, todas las que os tomo para llevarlas a lugar seguro y porque
necesitaba de esa criatura en lo alto; del mismo modo que necesito de todos
vosotros en la Tierra para que llevéis el amor, para que seáis la sal, la luz,
para que seáis la salvación de un alma, por lo menos. En las oscuras horas del
dolor mirad más allá seréis consolados. Trazad un puente desde la Tierra al
Cielo. Mirad al Cielo y pensad en cuándo lo alcanzaréis, cuándo volveréis a ver
a vuestros amados, que parecen perdidos. Parecen perdidos. Pero no es así.
Están vivos en Mí, vivos, invisibles, amorosos, presentes en vosotros. Os
sonríen y os aman con un amor perfecto: os esperan y os estrecharán con el
corazón". (La Palabra continúa en los signos de los tiempos -palabras de
Nuestro Señor a un alma escondida-, diciembre 1977).
Cuando empezaron a llegar todos aquellos que nos quieren, y nos quieren bien,
en esos días inolvidables del velorio en el campo, en nuestra casa en el Tigre
y finalmente en el cementerio, en ese "lugar de dormición" (eufemismo
que no tiene nada que ver con la negación de la muerte de la sociedad moderna
sino con la esperanza de que nuestros muertos no están definitivamente
muertos), todos nos acompañaron con su presencia, algunos con sus palabras;
otros, imposibilitados de decir algo, lo hicieron simplemente con sus miradas
que lo decían todo. Muy pocas frases "de circunstancia", pocas, muy
pocas... La gente se portó diez puntos... pude ver muchos cristianos, gente con
fe católica. Y decir: "Gracias, Dios mío, por este dolor inmenso, enorme,
desgarrante. Gracias porque este dolor me permitió descubrir el amor en muchos
rostros" ¡Ni qué decir el de aquella que me ha acompañado siempre hace ya
casi veinte años! Pude sentir toda su fuerza de madre dolorosa.
Y entre aquellos "lugares comunes" que a uno le dicen en esos
momentos, (pocos, muy pocos, como dije) hubo uno ante el cual mi interior se
rebelaba. Uno ante el cual sentía un indescriptible malestar. Algo no estaba
bien. "¡Qué desgracia!" "¡Qué desgracia, Pablo!", me
decían. ¡Pobre! En realidad quien me lo decía, lo hacía de todo corazón y con
la mejor de las intenciones, pero yo no podía evitar sentir un sordo rechazo en
mi alma.
Para mi las palabras tienen su "peso". Y si a la palabra
"desgracia" la buscamos en el diccionario nos daremos cuenta de que
en realidad no existen las desgracias, los que existen son los desgraciados. Si
el tsunami del Indico hubiera ocurrido hace millones de años, ¿qué habría
pasado? Pues, simplemente ... nada. Ningún muerto, ningún drama, ninguna
tragedia, ningún "milagro"... Bueno, en realidad, sí, algo habría
pasado: la isla de Sumatra se habría corrido 30 cm de su lugar. Y eso ¿a quién
le importa? Pero, es que es lógico, la isla no es "alguien", es algo.
Por lo tanto, toda desgracia le sucede a alguien. Alguien es desgraciado, no
algo. Incluso en el campo tenemos un verbo para esto. Decimos que alguien
"se desgració". Siempre en carácter reflexivo. Sobre alguien cae la
desgracia. Y cuando me decían "¡qué desgracia!", había algo dentro
mío que decía: "¡No, no es así! ¿De qué me está hablando? ¿De que soy un
desgraciado?, ¿de que mi familia es desgraciada?, ¿de que Pablito era un
desgraciado?". Y la pregunta se me vino una y otra vez: ¿Era Pablito un
desgraciado? ¿Era Pablito un desgraciado? El hombre moderno, el hombre
"natural" habría contestado sin dudar: ¡sí, por supuesto!, ¿o querrás
negar lo evidente? ¿No lo ves? ¿No ves que se "malogró"? "¿No
ves que tenía toda una vida por delante?".
Para nosotros que miramos la existencia desde nuestra pequeña y estrecha
"ventanita" temporal parecería que lo único que tendríamos que hacer
es darles la razón a estas personas tan "lógicas". Pero los católicos
sabemos que para Dios no hay "vida por delante" ni "vida por
atrás". No hay tiempo, sino un eterno presente. Y a mí me venía una y otra
vez aquello de lo natural y lo sobrenatural y cómo lo sobrenatural lo cambia
todo. Y para Dios cada uno tiene su tiempo. Para Dios cada uno tiene un
propósito. El dogma católico de la providencia de Dios es fundamental para
entender esto. Pablito ya había cumplido acá todo lo que tenía que hacer.
Dejemos que los incrédulos y ateos dibujen en sus rostros sonrisas irónicas y
cínicas. Dejemos que nos tachen de "místicos". No importa. De esos ya
dijo Nuestro Señor: "No se dejarán persuadir, ni aun cuando alguno
resucite de entre los muertos" (Lc 16, 31). Por lo tanto, ¿de qué
desgracia estamos hablando? Y yo estaba pensando en la única desgracia que nos
debe importar, aquella que no depende de criterios meramente humanos, sino de
aquella que habla de la ausencia de lo divino sobrenatural en nosotros. La
única y verdadera desgracia importante es la que expulsa a Dios de nuestra
alma. "Porque el que se salva sabe y el que no, no sabe nada". Y todo
el tiempo también me venía lo de Fray Pedro de los Reyes:
Yo, ¿para qué nací? Para
salvarme.
Que tengo que morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme
Triste cosa será, pero posible.
¡Posible! ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
¡Loco debo de ser, pues no soy santo!
En ese sentido, la respuesta a la pregunta era relativamente fácil. ¿Era
Pablito un desgraciado?
Dejemos de lado la cantidad de cosas que me contaron en esos días sobre Pablito
(muchas de ellas ni las sabía). Cosas especiales de un chico especial. Solo
recordemos dos que nos pueden servir para contestar a la pregunta. Aquella de
unos meses antes del accidente, cuando Pablito le dice a Agnes: "¿Sabés
una cosa? No dejé de comulgar ningún domingo desde que hice la Primera
Comunión". Y esa otra, cuando estábamos en la mesa de casa, comiendo, y
alguien preguntó qué era un pecado mortal. Y Dolores, además de la definición
de rigor, dio algunos ejemplos. Pablito se quedó pensativo unos segundos, y
después largó aquello de: "¡Pero, mamá, entonces eso es muy difícil que se
dé!". Y uno que se queda mirándolo medio turulato y pensando: "Quince
años y esa inocencia. ¡Ojalá yo la hubiera tenido y conservado a esa
edad!". Y volvemos a ver esas sonrisas irónicas diciéndonos: "¡Claro!
Eso pasa cuando no conocen de la vida y viven en una campana de cristal".
Pero Pablito sabía perfectamente de qué estaba hablando. Conviviendo con sus
compañeros del Nacional de Vicente López, Pablito no necesitaba precisamente
lecciones de "realidad". Y ya que hablamos del Vicente López, no dejó
de llamar la atención el silencio impresionante que hizo todo el patio con 800
alumnos el primer día de clase, cuando anunciaron públicamente su muerte. Un
silencio que ni siquiera San Martín o Belgrano con todos sus oropeles o los
esfuerzos de los celadores pudieron lograr en las fechas patrias. Ese fue otro
de los "milagros" de Pablito.
Así que lo de Pablito está claro. Pero, enseguida viene la otra: ¿y nosotros?
¿Acaso nuestra familia no es desgraciada? No pienso meterme en la conciencia de
cada uno. No corresponde. Cada uno sabe en qué anda. Pero sé, sí algunas cosas.
Sé, sí lo que son unos verdaderos desgraciados y sí sé lo que son los
verdaderos agraciados. Y no dudo en poner a mí y a mi familia entre estos
últimos. ¿Cómo podemos sentirnos desgraciados si tenemos la Fe verdadera? ¿Cómo
podemos ser desgraciados si tenemos una Patria como ésta? ¿Cómo podremos decir
que la desgracia ha caído sobre esta casa, si podemos vivir en nuestra familia
un dolor tan grande como éste y verlo como una gracia transformante, como un
don? Ni qué decir de la manera en que Dios, de manera misteriosa, nos ha hecho
llegar algunos "regalitos" que nos han conmovido hasta las lágrimas.
¿Cómo podemos decir que somos desgraciados si tenemos una familia como ésta en
la que se nos ha enseñado la potencia del amor gratuito? No solo no somos
desgraciados, sino que somos agraciados, y porque somos agraciados debemos ser
profundamente agradecidos.
(Fuente: El
sentido busca al hombre.com)