sábado, 29 de septiembre de 2012

Un aporte evangelizador

“Nadie va al Padre sino por mí”
(En nuestro idioma: "solamente por mí se puede llegar al Padre")
“Yo soy el camino, la verdad y la vida.”

 
Con estas palabras Cristo parece decirnos: “¿Por dónde quieres tú pasar? Yo soy el camino. ¿Dónde quieres llegar? Yo soy la verdad, ¿Dónde quieres residir? Yo soy la vida.”

Caminemos, pues, con toda seguridad sobre el camino; fuera del camino, temamos las trampas, porque en el camino el enemigo no se atreve atacar –el camino, es Cristo- pero fuera del camino levanta sus trampas...
Nuestro camino es Cristo en su humildad; Cristo verdad y vida, es Cristo en su grandeza, en su divinidad.

Si tú andas por el camino de humildad, llegarás al Altísimo; si en tu debilidad no menosprecias la humildad, tú residirás lleno de fuerza en el Altísimo.

¿Por qué Cristo ha escogido el camino de la humildad?

Es a causa de tu debilidad que estaba allí como un obstáculo insuperable; es para liberarte a ti que un tan gran médico ha venido hacia ti.

Tú no podías ir hacia él; es él quien ha venido hasta ti. Ha venido para enseñarte la humildad, este camino de retorno, porque es el orgullo el que nos privaba de llegar a la vida que nos había hecho perder...
Entonces Jesús, siendo nuestro camino, nos grita:
“¡Entrad por la puerta estrecha!” (Mt 7,13).
El hombre se esfuerza para entrar, pero la hinchazón del orgullo se lo impide.
Aceptemos el remedio de la humildad, bebamos esta medicina amarga pero saludable...
El hombre, hinchado de orgullo pregunta:
“¿Cómo podré entrar yo?”
Cristo nos responde:
“Yo soy el camino, entra por mí. Yo soy la puerta  (Jn. 10,7) ¿por qué buscas en otra parte?”
Para que tú no te extravíes, él lo ha hecho todo por ti, y te dice:
“Sé humilde, sé dulce” (Mt 11,29)

(San Agustín (354-430), Obispo de Hipona (África el Norte) y doctor de la Iglesia, Sermón 142)
(Fuente: Conoceréis de verdad)

 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Una vida de testimonio


Aún no se han acallado los ecos que despertó la muerte del querido cardenal de Milán Carlo María Martini. Este blog  no tiene costumbre de introducir comentarios sobre hechos o acontecimientos que suceden en la Iglesia Católica, de los que otros se ocupan, unos con buena intención y mejor conocimiento y otros con el regodeo de aportar material para desprestigiarla. De los tantos aportes que en un y otro sentido se han escrito,  me ha parecido muy bueno el que a continuación se agrega y del cual considero que pone las cosas en su verdadero lugar. Así es que aquí va.

"En la Iglesia las diferencias de temperamento y de sensibilidad, lo mismo que las diversas interpretaciones sobre las urgencias de cada tiempo, expresan la ley de la comunión: la pluriformidad en la unidad". Son palabras del arzobispo de Milán, Ángelo Scola, durante el funeral por su predecesor en la cátedra de San Ambrosio, el Cardenal Carlo María Martini. Y en medio de la cascada, a veces poco armoniosa, de imágenes y de palabras que ha provocado la muerte del purpurado jesuita, me parece que constituyen la orientación más serena y decisiva para ponderar una figura tan potente como controvertida.

Martini ha sido sobre todo un creyente en Jesucristo, un hombre de Iglesia a la que ha servido con lealtad. Y no es decir poco, ya que a través de páginas enteras dedicadas a su alabanza en algunos medios, apenas se encuentra rastro de esa raíz sin la que toda su vida se hace incomprensible. La paradoja es que un hombre tan celebrado por la gran prensa (en tiempos en que ésta dispensa la hiel a manos llenas cuando se trata de la Iglesia) haya tenido que convivir toda la vida con una imagen que no le correspondía en absoluto. Para muchos de los que ahora le aplauden Martini habría sido el gran antagonista, la otra cara de la moneda, el anti-Papa, el hombre siempre incómodo con la propia Iglesia en la que había nacido y que le había llamado a las responsabilidades más altas.

Pero la realidad es testaruda. Cuando tenía 52 años y era rector de la Universidad Gregoriana, Juan Pablo II le eligió para regir una de las diócesis más importantes del mundo. Era muy joven, apenas tenía experiencia pastoral y no era un secreto que su visión de las cosas no era coincidente en varios aspectos con la de un Papa que sin embargo, nunca dejó de confiar en él, incluso cuando algunas de sus tomas de posición públicas podía interpretarse como una discrepancia, discreta o clamorosa. Martini no ha sido un "extraño" al curso eclesial de los últimos treinta años, más bien ha sido un protagonista evidente, mimado por unos y discutido por otros, pero siempre en su casa.

Mucho se ha hablado también de su relación con Joseph Ratzinger, antes y después de la llegada de éste a la sede de Pedro. Eran coetáneos y les unía su condición intelectual, su pasión por el diálogo y su deseo de encontrar una reconciliación entre la Iglesia y lo mejor de la modernidad. Además, y éste es un hecho documentado, se profesaron siempre mutua estima y respeto, dentro de sus análisis y propuestas discrepantes.

Mientras Martini cultivó sobre todo los debates éticos e institucionales y centró en ellos su batalla por la renovación de la Iglesia, Ratzinger siempre se apasionó por la naturaleza del acontecimiento cristiano y centró su mirada en la relación fe-razón como clave para una nueva modernidad que salvaguardase la razón y la libertad como camino hacia el Misterio. Ambos reconocían que la Iglesia se puso a la defensiva en algunos temas a partir de la Ilustración y compartían la certeza de que esa ruta era estéril a la larga. Pero mientras Martini realizaba una lectura plomiza de los últimos doscientos años de vida eclesial, Ratzinger desarrollaba su tesis newmaniana de la renovación en la continuidad y reclamaba una apertura mutua y una purificación recíproca entre fe y razón moderna.

No se trata de decir que todo ha sido un camino de rosas. La sinfonía de la Iglesia se compone a lo largo de la historia con disonancias y dolores, con tensiones que sólo la misericordia y el perdón que obra la gracia de Dios pueden resolver en un impulso constructivo. Y en esto Martini ha dado y ha recibido. En su largo protagonismo ha cosechado críticas ciertamente amargas y no pocas veces injustas; pero a su vez ha causado también dolor, por ejemplo cuando ha impugnado públicamente la Humanae Vitae, aquella encíclica que costó sangre sudor y lágrimas a Pablo VI, esa encíclica que Benedicto XVI considera profética, precisamente una expresión de auténtica modernidad cristiana.

En todo caso el cardenal Martini es mucho más que la caricatura de intelectual enfadado con su Iglesia, que nos han transmitido estos días los que siguen acariciando la pretensión de controlarla desde las cabinas de mando del poder mediático, económico o político. La ironía del Espíritu Santo ha querido que sea precisamente el Cardenal Scola (caricaturizado también por algunos como el anti-Martini) quien trace su verdadero perfil, el que vale definitivamente para la Iglesia: el de un pastor atento a la realidad contemporánea, dispuesto a acoger a todos, apasionado por el ecumenismo y el diálogo interreligioso, siempre en busca de caminos de reconciliación por el bien de la Iglesia y de la sociedad civil. Evidentemente todo esto lo hizo con su propio estilo, con su personalidad y su temperamento que no le ahorraron choques y amarguras, no pocas desde la orilla de quienes de empeñaron hasta el final en instrumentalizarle. Pero todo eso debe verse ya con una serena piedad desde la Jerusalén celeste que siempre anheló transitar. 
(Fuente: Religión en libertad)

jueves, 6 de septiembre de 2012

Incapacidad para reconocer lo sagrado


El libro de Daniel (Dan. 5) nos cuenta que un rey llamado Baltasar (Belsasar, en lengua babilonia), hijo de Nabucodonosor, según el relato bíblico, ofreció un suculento banquete a más de mil de sus dignatarios, sus mujeres y concubinas. A la hora de beber, mandó traer los vasos de oro y plata que había conseguido su padre en el expolio del templo de Jerusalén y todos brindaron con aquellas vasijas sagradas. Mientras bebían en honor de sus dioses y se burlaban del dios del pueblo sometido, apareció, a la vista de todos, una mano que comenzó a escribir en la pared del palacio real. Todos quedaron paralizados a la vista de aquel prodigio, al rey le temblaron las piernas y llamó a gritos a los adivinos de la corte. Prometió el oro y el moro a quien interpretara las palabras que habían quedado grabadas en la pared, pero ninguno de los magos fue capaz si quiera de descifrar lo que ponía.
¿Por qué no lo pueden descifrar? Porque son incapaces de reconocer lo sagrado. El rey Baltasar y toda su corte, sus ministros y sus amigos, desprecian el carácter sagrado de los vasos robados del templo de Jerusalén, para ellos son simplemente vajilla que usan para beber durante el banquete. Ese desdén por lo sagrado les impide ver e interpretar las palabras que la mano misteriosa va escribiendo en la pared. Su propio orgullo les vuelve ciegos.
Baltasar llama a todos los sabios de su reino, pero no pueden leer lo que ha quedado escrito. La razón es muy simple: lo sagrado no se conoce (como se conoce lo natural), sino que se reconoce, no es objeto de conocimiento, sino de reconocimiento. Hay personas, mejor dicho, hay formas de pensar y de vivir, que hacen imposible reconocer lo sagrado. Una copa, un vaso, un altar, un estatua… son objetos materiales, qué duda cabe, pero contienen un plus, algo que les llena de un significado especial, que les hace tener un referente sobrenatural. La estupidez consiste en no reconocer lo sagrado; el sacrilegio, en no querer reconocerlo.
Ambas formas están presentes en muchas actitudes contemporáneas y ambas se caracterizan por la irreverencia ante lo sagrado, por la negación a doblar la rodilla, a venerar nada que nos ponga por debajo de quien sea (aunque eso sea lo que realmente nos eleve), a dejarnos llevar por aquello que nos supera, a abandonarnos a una fuerza que no podemos controlar. George Steiner describía nuestra época como la era de la irreverencia: “Las causas –decía– de esta fundamental transfiguración son las de la revolución política, del levantamiento social (la célebre “rebelión de las masas” de Ortega), del escepticismo obligatorio en las ciencias. La admiración –y mucho más la veneración– se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen” (Lecciones de los maestros, Ciruela, Madrid, 2004, p. 172). Como consecuencia de la atrofia de ese sentido que capta lo sagrado, derrochamos una indiferencia y una falta de respeto sin parangón en otras etapas de la humanidad que se manifiesta en descuido por lo sagrado.
Cada vez nos cuesta más advertir, y por lo tanto también admirar, lo sagrado. Cada vez controlamos más la naturaleza, cada vez nos rodean más artefactos y menos obras de arte, cada vez conocemos más y reconocemos menos. Hemos perdido esa sensibilidad que a los antiguos les permitía captar lo sobrenatural que habita en lo natural. El uso de la razón, sobre todo tecnológica, nos ha dado la mayoría de edad; sin embargo, para percibir lo sagrado tenemos que ser como niños. Hemos perdido la capacidad de admirarnos porque lo controlamos todo, lo sabemos todo, nada nos resulta nuevo, sorprendente, grande, misterioso.
Hemos hecho un mal uso de la ciencia, la hemos escrito con mayúsculas y en su nombre hemos despreciado todo lo demás. Inventamos el microscopio, para hacer grande lo pequeño, y el telescopio, para hacer cercano lo lejano; sin embargo, los hemos usado mal: hemos utilizado el primero para acercarnos a lo pequeño y el segundo para empequeñecer lo grande. En consecuencia, nos hemos quedado sin lo pequeño y sin lo grande. Hemos pavimentado la naturaleza a base de leyes físicas sin darnos cuenta de que lo sagrado siempre acaba emergiendo como la hierba entre los adoquines.
Daniel fue el único capaz de leer lo que la mano misteriosa había escrito. El joven israelita clavó sus ojos en los del rey, le dijo: “Serás castigado por haber profanado los vasos sagrados del templo de Yahvé. En la pared está escrito: Mené (mesurado), que significa que Dios ha contado los días de tu reinado y les ha puesto fin; Téquel (pesado), que quiere decir que has sido pesado en la balanza y te falta peso; y Perés (dividido), que anuncia que tu reino se ha dividido y ha sido entregado a los medos y los persas”.
Lo que la mano misteriosa escribió en la pared del palacio de Baltasar iba dirigido a él y a sus comensales, pero también a todos nosotros. Pues todos tenemos un Mené, un Téquel y un Perés, es decir, nuestra vida está mesurada, pesada y dividida. No hace falta entenderlo de forma fatalista, como si toda nuestra existencia estuviera ya escrita; no obstante, si leemos lo que quedó escrito en la pared del salón real, ayudados por Daniel, entenderemos que nos está diciendo que a todos, querámoslo o no, nos llegará nuestra hora, que seremos juzgados por nuestras obras y que, seguramente, no daremos la talla, y, finalmente, que lo que dejemos aquí se dividirá en partes hasta desaparecer irremisiblemente.
(Fuente: Arvo.net)

sábado, 1 de septiembre de 2012

Intenciones del Santo Padre para el mes de setiembre

Intención General: Para que los políticos actúen siempre con honradez, integridad y amor a la verdad.
Intención Misionera: Para que aumente en las comunidades cristianas la disponibilidad al envio de misioneros, sacerdotes y laicos, y de recursos concretos a las Iglesias más pobres.
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