Alguna vez te he comentado sobre la importancia de la "lectio divina". Aquí transcribo una entrada de la página "Théosis", que te ayudará a comprenderla y adoptarla como medio excelente de adelantamiento en la vida espiritual, a través de la meditación de la Palabra de Dios. Un abrazo, y ánimo.
Querido amigo:
Al menos cada
domingo, o incluso cada día, en el curso de la liturgia que celebras con tus
hermanos en la iglesia local o en tu comunidad, escuchas la lectura de la
Palabra de Dios y recibes también el don de la homilía, esa explicación
actualizada de los textos leídos. Así se te pone ante la Palabra viva y eficaz
de Dios, que resuena en ti, ante la presencia del mismo Señor, ante el Cristo
que sembró su Palabra en ti. La mesa está servida. El alimento de la palabra y
el alimento eucarístico se te dan para que en tu camino, en tu éxodo de este
mundo hacia el Padre, puedas alimentarte y no perecer, gustando este viático
que te viene ofrecido, a ti, miembro enfermo y fatigado del pueblo de Dios, por
Aquel que te alimenta, te consuela, te fortalece.
Pero esta experiencia central de la vida cristiana sin
duda que la querrás repetir en la vida diaria, en la soledad de tu habitación o
en el coloquio comunitario con los hermanos que se te han dado como guardianes
y como compañeros. Cierto, no podrás comprender y asimilar la Escritura
apoyándote en ti mismo y en tus pobres fuerzas: para llegar a una lectura
fructuosa en la que la Palabra de Dios opere en ti lo que no podrías por ti
mismo se requieren ciertas condiciones, ciertos preliminares que te permitan
una lectura creyente cristiana, una recepción de los dones del Espíritu Santo y
una visión contemplativa de Dios Padre.
Así, pues, lectura en el Espíritu, Biblia orada: eso es
la lectio divina.
La lectio divina, experiencia de Israel y de la Iglesia
Ya en la antigua economía de Israel se oraba con la
Palabra y se escuchaba la palabra en la oración. Se puede ver la descripción de
esta práctica de la comunidad leyendo el capítulo 8 del Libro de Nehemías. Tal
método, que prevé la lectura, la explicación y la oración, se convirtió en la
forma clásica de la oración judía, cuyo heredero ha sido el cristianismo (cf 2
Tim 3,14-16). El Nuevo Testamento no describe este método, pero sí da
testimonio de él en diversos lugares.
Generaciones de cristianos continuaron orando así, sin
ceder a una piedad no bíblica que no reconociera el señorío absoluto de la
Palabra en la vida de oración de la Iglesia. Todos los Padres de la Iglesia de
Oriente y de Occidente practicaron este método de la lectio divina,
invitaron a los fieles a que hicieran otro tanto en sus casas y les entregaron
esos espléndidos comentarios de la Escritura que eran fruto suyo esencial. ¿Qué
decir, luego, de los monjes? Éstos la convirtieron en el centro de su vida en
sus desiertos y sus monasterios, llamándola «la ascesis del monje», su alimento
diario. Estaban seguros de que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que viene de la boca de Dios» (cf Deut 6,3 y Mt 4,4). En cierto momento,
sintieron incluso la necesidad de fijar por escrito el método, al objeto de
ayudar a los principiantes a esta adquisición de la Palabra en el Espíritu que
no sólo santifica, sino también diviniza.
Orígenes, Jerónimo, Casiano, Bernardo y tantos más... fijaron
los términos de la lectio divina, estimulando a los creyentes a
recorrerla como la «vía áurea» del diálogo y del inefable coloquio con Dios.
Hasta el siglo XIII, este método alimentó la fe de
generaciones enteras, y Francisco de Asís lo practicó todavía con constancia.
Pero luego, en la baja Edad Media, se asistió a una deformación de la lectio
divina con la introducción de las «cuestiones» y de las «disputas». Son los
siglos de eclipse de esta oración los que abrieron el camino a la «devotio
moderna» y a la «meditación ignaciana», oraciones más introspectivas y
psicológicas. Sólo en los monasterios y entre los Servitas de María se
conservará en su integridad, para reaparecer propuesta por el Concilio Vaticano
II en la Constitución Dei Verbum, nº 25:
«Es necesario que todos conserven un contacto continuo
con la Sagrada Escritura a través de la "lectio divina"..., a
través de una meditación atenta y que recuerden que la lectura debe ir
acompañada de la oración. Es ciertamente el Espíritu Santo el que ha querido
que esta forma de escucha y de oración sobre la Biblia no se pierda a través de
los siglos.»
Un lugar para la lectio divina
Así, pues, cuando quieres sumergirte en la lectura
orante, busca primero un lugar solitario y silencioso, donde puedas orar a tu
Padre en lo escondido, para poder contemplarlo. La propia habitación es un
lugar privilegiado para gustar la presencia de Dios, no lo olvides (cf Mt
6,5-6). Ése es el lugar de la lucha de tu corazón, el desierto en que Jesús oró
y fue tentado (cf Mc 1,12; Mt 4,1-11; Mc 1,35; etc.), el lugar al que Dios te
atrae a sí para hablar a tu corazón y colmarte abundantemente, transformando
los abismos angustiados de tu corazón en valles y puertas de esperanza (cf Os
2,16-17). Así, en un lugar solitario, tu juventud espiritual se renovará,
podrás cantar al Señor, tu esposo, sentir que le perteneces sólo a él, en paz
con todos los hombres y todas las criaturas, animadas o inanimadas (cf Os
2,18-25). Que tu habitación, o todo lugar solitario, sea, pues, para ti el
santuario en que Dios te humilla para ponerte a prueba a través de su Palabra,
pero así también te educa, te consuela y te alimenta. Sentirás sin duda la
presencia del Adversario, que te invita a huir, que te volverá pesada la
soledad, que se servirá de tus costumbres y de tus preocupaciones para
distraerte, que tratará de seducirte con miríadas de pensamientos mundanos. No
te dejes abatir, no desesperes y resiste en esta lucha cuerpo a cuerpo con el
demonio, porque el Señor no está lejos de ti. No es que simplemente te vea
combatir: él mismo combate en ti este combate. Ayúdate, si quieres, con un
icono, con una vela encendida, con una cruz, con una esterilla sobre la que te
arrodillas para orar. No tengas reparo -sin ceder a la moda o a la estética- en
utilizar estos instrumentos, que te ayudarán a recordar que no estás sólo para
estudiar la Biblia, o leer algunas palabras, sino que te encuentras ante Dios,
pronto a escucharlo, en coloquio con él.
Si te viene la tentación de huir, resiste, incluso si tienes
que quedarte sin voz, en silencio, pero resiste. Tienes que acostumbrarte a
tiempos de soledad, de silencio, de desprendimiento de las cosas y de tus
hermanos, si quieres encontrar a Dios en la oración personal.
Un tiempo de silencio para que Dios hable
Trata de que el lugar de la lectio divina y la
hora del día te permitan también el silencio exterior, preliminar necesario del
silencio interior. «El Maestro está ahí y te llama» (cf Jn 11,38), y para oir
su voz tienes que silenciar las otras voces, para oir la Palabra tienes que
bajar el tono de tus palabras. Hay tiempos más apropiados que otros para el
silencio: el corazón de la noche, por la mañana temprano, al atardecer... Tú
verás, según tu horario de trabajo, pero permanece fiel a ese tiempo y
determínalo en tu jornada de una vez por todas. No es serio acudir al Señor en
la oración sólo cuando tienes un agujero en tus compromisos, como si el Señor
fuera un tapa agujeros. Y no digas nunca: «No tengo tiempo», porque es como si
te declararas idólatra: el tiempo de tu jornada está a tu servicio, no eres tú
el que tiene que ser esclavo del tiempo.
Envuélvete, pues, de silencio, y el tiempo de la lectio
divina pondrá ritmo a tu vida. Sabes que hay que orar siempre, sin cansarte
nunca (cf Lc 18, 1-8; 1 Tes 5,17), pero sabes también que se necesitan tiempos
precisos, dados explícita y visiblemente a la oración, para sostener esta
«memoria de Dios» en toda la jornada. Sé un «enamorado» del Señor, o tiende a
volverte tal. Entonces no desdeñarás consagrarle un poco de ese tiempo que
consagras habitualmente, cada día y sin fatiga, a tus hermanos de comunidad o a
tus amigos.
Y no olvides que este tiempo para la lectio debe
ser suficientemente largo, no sólo un breve momento. Tienes que recuperar la
calma, estar en paz, y no bastarán unos minutos. Los Padres dicen que para la lectio
divina se precisa al menos una hora.
¿Cuántas palabras oyes durante el día, cuántas lecturas
haces? ¡Qué de palabras sofocan a la Palabra! En esto también has de ser
vigilante; si las palabras mundanas son tan abundantes, ¿qué «primacía» puede
tener concretamente la Palabra de Dios sobre ellas? Hacer la lectio divina
puntualmente, cada día, no te dispensa de examinar la relación entre la Palabra
y las palabras. Éstas, por su cantidad y su calidad, pueden sofocar la voz
divina y no permitir que aquella crezca y dé en ti su fruto (cf Mc 4,13-20).
¿Qué sentido tiene leer de todo, alimentarse con argumentos mundanos, hacer
lecturas que dejan profundas huellas de impureza en el corazón, y pretender
luego vivir de la Palabra «que sale de la boca de Dios»? Si en tu vida no pones
vigilancia sobre la relación Palabra/palabras, estás condenado a seguir siendo
un dilettante, un «oyente paralizado» frente a lo que debería ser un
verdadero camino de iniciación.
Un corazón amplio y bueno
Si Dios te ha llamado a la soledad, al silencio, a un
momento de diálogo con él, es para «hablar a tu corazón». El corazón bíblico es
el centro, la sede de las facultades intelectuales del hombre, es el centro más
íntimo de tu personalidad. Y, por tanto, el corazón es el órgano principal de
la lectio divina porque es el centro en el que cada hombre vive y
expresa su personalidad propia. Pero sabes que este corazón puede ser
incircunciso (cf Deut 30,6; Rom 2,29), puede ser de piedra (Ez 11,19), estar
dividido (Sal 118,113; Jer 32, 29), ciego (Lam 3,65). Todas estas expresiones
indican que el corazón del creyente puede estar lejos de Dios, no tocado por la
fe. Pero también, a veces, el corazón del creyente puede estar embotado por las
disipaciones, la bebida y los agobios de la vida (Lc 21,34), puede estar
endurecido, enfermo de esclerosis, hasta el punto de no reconocer ni comprender
las palabras y la acción del Señor (Mc 6,52; 8,17), puede ser inestable,
inconstante, olvidadizo, propenso a tergiversar el sentido de la Palabra (cf 2
Pe 3,16; Lc 8,13). Tú que te dispones a escuchar a Dios, toma tu corazón en la
mano, elévalo a Dios, para que lo transforme en un corazón de carne, para que
lo unifique, lo sane y lo purifique. Sólo un corazón de niño puede recibir los
dones de Dios (cf Mc 10,45).
Sólo un corazón hecho nuevo por el Señor está abierto y
disponible para la escucha. El Señor ha prometido dar un corazón nuevo a quien
lo invoque (Ez 18,31), inclinarlo hacia su palabra si se presenta a él
convencido de su propia esclerosis (Sal 118,36). Cada día nos grita: «¡Ojalá
escuchéis mi voz! ¡No endurezcáis el corazón!» (Sal 94,8; Heb 3,7). El corazón
duro encuentra dura la palabra de Dios, y esto les puede pasar también a los
creyentes: «Esta palabra es dura. ¿Quién puede soportarla?» (Jn 6,60). Pide
entonces al Señor para toda tu persona, cuyo símbolo es el corazón, «un corazón
amplio, un corazón que escucha» (leb shame'a), como Salomón se lo pidió
al Señor (1 Re 3,5).
Cuando haces la lectio divina, recuerda la
parábola del sembrador, que presenta al Señor sembrando su palabra. Tú eres, en
realidad, uno de esos terrenos: o pedregoso, o camino abierto a todo lo que
pasa, o lleno de espinas, o bueno. La palabra debe caer en ti como en una
tierra buena, y tú, «después de haberla escuchado con un corazón bueno y
unificado, la guardarás produciendo fruto con tu perseverancia» (cf Lc 8,15).
Es en un corazón purificado, unificado, sanado, donde el
Padre, el Hijo y el Espíritu vienen a hacer su morada en ti para celebrar la lectio
divina (Jn 14,23; 15,4).
El corazón está hecho para la Palabra y la Palabra para
el corazón: ayuda a esas bodas cantadas por el Salmo 118 en que su Palabra
llega a ser tuya, en que tu corazón canta porque ha llegado a ser suyo.
Entonces tu corazón será el de un discípulo dócil a las
cosas de Dios, capaz de experimentar la Palabra «sin glosa», verdaderamente a
los pies de Cristo y pronto a escucharlo como María de Betania (Lc 10,39),
capaz de meditar y de conservar sus palabras en tu corazón como la madre del
Señor (Lc 2,19.51). «Levantemos el corazón», canta la liturgia antes de la
celebración eucarística. «Levantemos el corazón» es el primer grito de la lectio
divina.
Invoca al Espíritu Santo
Coge la Biblia, ponla ante ti con reverencia, porque es
el cuerpo de Cristo, haz la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu
Santo. Es el Espíritu Santo quien presidió la generación de la Palabra, es él
quien la hizo -palabra hablada o palabra escrita- a través de los profetas, los
sabios, Jesús, los evangelistas, es él quien la dio a la Iglesia y la ha hecho
llegar intacta hasta ti.
Inspirada por el Espíritu Santo, sólo este mismo Espíritu
puede hacerla comprensible (cf Dei Verbum, nº 12). Obra de suerte que el
Espíritu Santo pueda descender sobre ti (Veni Creator Spiritus) y que
con su fuerza, su dýnamis, retire el velo de tus ojos para que veas al
Señor (Sal 118,18; 2 Cor 3,12-16). Es el Espíritu el que da la vida, mientras
que la «letra sola» mata. Ese Espíritu que descendió sobre la Virgen María,
cubriéndola con su sombra gracias a su poder para engendrar en ella al Verbo,
la Palabra hecha carne (Lc 1,34), ese Espíritu que descendió sobre los
apóstoles para introducirlos en la verdad entera (Jn 16,13), tiene que hacer lo
mismo en ti: tiene que engendrar en ti la Palabra, tiene que hacerte entrar en
la verdad. Lectura espiritual significa «lectura en el Espíritu Santo y con el
Espíritu Santo» de las cosas inspiradas por el Espíritu Santo.
Aguárdalo, porque «aunque tarde, de seguro que vendrá»
(Hab 2,3). Ten por cierta la palabra de Jesús: «Si vosotros, que sois malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con cuánta más razón dará el Padre
celestial el Espíritu Santo a quienes se lo pidan» (Lc 11,13).
Oirás en tu interior su palabra eficaz: «Effeta. Ábrete» (Mc 7,34) y no te
sentirás ya solo sino acompañado ante el texto bíblico, como el etíope que leía
a Isaías pero no comprendía hasta que Felipe le dio alcance. Éste, gracias al
Espíritu Santo recibido en Pentecostés, le abrió el texto y le cambió el
corazón (cf Act 8,26-38), lo mismo que el Señor había abierto la inteligencia
de las Escrituras a los discípulos de Emaús (Lc 24,45).
Sin epíclesis, la lectio divina se queda en un
ejercicio humano, un esfuerzo intelectual, todo lo más un aprendizaje de
sabiduría, pero no Sabiduría divina. Y esto es «no discernir el Cuerpo de
Cristo» y, por tanto, leer la propia condena (cf 1 Cor 11,29).
Ora según tu capacidad, según el Señor te lo conceda, o
bien ora así:
«Dios nuestro, Padre de la luz, tú has enviado tu palabra
al mundo, sabiduría salida de tu boca, que reinó sobre todos los pueblos de la
tierra (Sir 24,6-8). «Tú has querido que haga su morada en Israel y que a
través de Moisés, los profetas y los salmos (cf Lc 24,44), manifieste tu
voluntad y hable a tu pueblo del Mesías esperado, Jesús. Finalmente, has
querido que tu Hijo mismo, Palabra eterna que vivía en tu seno (Jn1,1-14) se
haga carne y plante su tienda entre nosotros, naciendo de María y siendo concebido
por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35).
«Envía ahora sobre mí tu Espíritu para que me dé un
corazón dócil (1 Re 3,5), que me permita hallarte en estas Santas Escrituras y
que engendre en mí a tu Verbo. Que tu Espíritu Santo retire el velo de mis ojos
(2 Cor 3,12-16), que me conduzca a la verdad entera (Jn 16,13), que me dé
inteligencia y perseverancia. Te lo pido por Jesucristo, nuestro Señor. Sea él
bendito por los siglos de los siglos. Amén.»
Procura valerte sobre todo del Salmo 118 para esta oración
preliminar. Es el salmo de la escucha de la Palabra. Es el salmo de la lectio
divina, el coloquio del Amado con el Amante, del creyente con su Señor.
Lee...
Abre la Biblia y lee el texto. No escojas al azar, porque
la Palabra de Dios no se desperdicia. Obedece al leccionario litúrgico y acepta
este texto que la Iglesia te ofrece hoy, o bien lee un libro de la Biblia desde
el comienzo hasta el final. Obediencia al leccionario u obediencia al libro son
esenciales para una obediencia diaria, para una continuidad en la lectio,
para no caer en el subjetivismo de la elección de un texto que agrada o del que
uno cree tener necesidad. Trata de ser fiel a este principio. Puedes elegir un
libro indicado por la tradición de la Iglesia para los diferentes tiempos
litúrgicos, o una de las lecturas del leccionario ferial. No multipliques los
textos: un pasaje, una perícopa, unos versículos son más que suficientes. Y si
haces tu lectio siguiendo los textos del domingo, recuerda que la
lectura primera (Antiguo Testamento) y la tercera (Evangelio) son paralelas y
que se te invita a orar con esos dos textos. El leccionario de las fiestas es
un gran regalo, escogido con mucha sabiduría espiritual. El leccionario semanal
es más discontinuo; si te causa dificultades, es mejor hacer una lectura
continua de un libro escogido.
No leas el texto una sola vez, sino varias, e incluso en
voz alta. Si te sabes un pasaje casi de memoria y te ves tentado a leerlo con
rapidez, no tengas reparo en recurrir a medios que te impidan esa lectura
rápida y superficial: escribe el texto y vuelve a copiarlo.
No leas sólo con los ojos, antes presta mucha atención a
procurar imprimir el texto en tu corazón.
Lee también los pasajes paralelos, o busca las
referencias puestas al margen, que son de gran ayuda. Amplía el pasaje,
complétalo, aborda otros pasajes que están en relación con el del día, porque
la Palabra se interpreta por sí misma. «La Escritura se interpreta por sí
misma» es el gran criterio rabínico y patrístico de la lectio.
Que tu lectura sea escucha (audire) y que la
escucha pase a ser obediencia (oboedire). No tengas prisas. Se necesita
una «lectura relajada», porque la lectura se hace por medio de la escucha. ¡La
Palabra ha de ser escuchada! Al comienzo era la Palabra, no el libro como en el
Islam. Es Dios el que habla y la lectio no es más que un medio para
llegar a la escucha. «Escucha, Israel» es siempre la llamada de Dios que tiene
que provenir del texto hasta ti.
Medita...
¿Qué quiere decir «meditar»? No es fácil de explicar.
Significa, por de pronto, «profundizar en el mensaje que has leído y que Dios
quiere comunicarte». Esto requiere esfuerzo, fatiga, porque la lectura tiene
que llegar a ser reflexión atenta y profunda. Cierto, en los tiempos en que se
aprendía de memoria la Escritura el cristiano se veía ayudado en esta reflexión
porque podía repetir en su corazón, con extrema facilidad, la palabra escuchada
o leída. Y sin embargo, todavía hoy, tienes que consagrarte a esta reflexión,
según tu cultura, tus capacidades y según los medios intelectuales que
posees...
Los medios exegéticos, patrísticos, espirituales, son sin
duda útiles para la meditación y el aumento de la comprensión; con todo, lo
importante en la lectio divina es el esfuerzo personal, lo que no quiere
decir «privado». Incluso hay que decir que a menudo da más frutos cuando esta
escucha se vive en una experiencia comunitaria, de fraternidad o de grupo, que
son los verdaderos lugares de la escucha de la Palabra.
Este esfuerzo personal ha de tender a buscar la «punta
espiritual» del texto: no la frase más llamativa, sino el mensaje central, el
que más se refiere al acontecimiento de la muerte-resurrección del Señor.
Recoge, pues, el sentido espiritual, da continuidad y unidad entre exégesis,
aportaciones patrísticas y lectura de la Biblia por medio de la Biblia y busca
lo que te dice el Señor.
No pienses hallar lo que ya sabes: eso es presunción; no
lo que más necesitas: eso es consumismo; ni lo que te gustaría encontrar para
tu situación: eso sería el reino de la subjetividad, el reino del «yo me
siento». El texto no siempre es comprensible por entero y de buenas a primeras.
Ten a veces la humildad de reconocer que has comprendido poco, nada incluso. Lo
comprenderás más tarde. También esto es obediencia, y si todavía necesitas
leche, no puedes aspirar a un alimento sólido (cf 1 Cor 3,2; Heb 5,12).
Llegado a este punto, si ha habido cierta comprensión,
rumia las palabras en tu corazón (la «rumia» de Casiano) y luego aplícatelas a
ti, a tu situación, sin perderte en el psicologismo, en la introspección y sin
acabar haciendo el examen de conciencia. Es Dios quien te habla, contémplalo,
por ti mismo. No te dejes paralizar por un escrupuloso análisis de tus límites
y de tus deficiencias ante las exigencias divinas que la Palabra te hace
descubrir.
Ciertamente, la Palabra es también maravilla, escruta tu
corazón, te convence de pecado, pero recuerda que Dios es más grande que tu
propio corazón (cf 1 Jn 3,20) y que esta herida en tu corazón, que te viene de
Dios, la hace siempre con verdad y misericordia.
Maravíllate más bien del que habla a tu corazón, del
alimento que te ofrece, más o menos abundante, pero siempre saludable.
Asómbrate de que la Palabra quede así depositada en tu corazón, sin que tengas
que acudir en su busca al cielo o más allá de los mares (cf Deut 30,11-14).
Déjate atraer por la Palabra, que te transforma en imagen del Hijo de Dios sin
que sepas cómo. La Palabra que has recibido es para ti vida, alegría, paz,
salvación. Dios te habla, tienes que escucharlo, asombrado, como los Hebreos
del Éxodo que la veían obrar maravillas, como María, que cantaba: «El Señor ha
hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,49). Dios se te revela.
Acoge su nombre inefable, su rostro de Amante. Permanece en el espacio de la
fe. Dios te enseña: modela tu vida en conformidad con la de su Hijo. Dios se te
da, se entrega en su Palabra: acógelo como un niño que entra en comunión con
él. Dios te besa con un santo beso: son las bodas del Amado y el Amante.
Celebra, pues, en tu corazón su amor más fuerte que la muerte, más fuerte que
el sheol, más fuerte que tus pecados. Dios te engendra como «logos»,
verbo-palabra, como hijo: acepta ser engendrado para llegar a ser el Hijo mismo
de Dios. La meditación, la rumia tienen que conducirte a esto: ser la Morada
del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Tu corazón es un lugar litúrgico: toda tu persona es
templo, es realidad humano-divina, teándrica.
Ora...
Habla ahora a Dios, respóndele, responde a sus
invitaciones, a sus llamadas, a sus inspiraciones, a sus demandas, a sus
mensajes, dirigidos a través de la Palabra comprendida en el Espíritu Santo.
¿No ves que se te ha acogido en el seno de la Trinidad, en el inefable coloquio
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu? No te detengas ya en reflexionar
demasiado, entra en diálogo y habla como un amigo habla a su amigo (Deut
34,10). No intentes ya conformar tus pensamientos con los suyos, antes búscalo
a él. La meditación tenía por fin la oración. Éste es el momento. Sin embargo,
no seas charlatán, háblale con confianza y sin temor, lejos de toda mirada
sobre ti mismo, arrobado por su rostro que ha emergido del texto en Cristo el
Señor. Da libre curso a tus capacidades creativas de sensibilidad, de emoción,
de evocación, y ponlas al servicio del Señor. No te puedo dar muchas
indicaciones porque cada cual sabe reconocer el encuentro con su Dios, pero no
puede enseñárselo a los otros ni describirlo en sí. ¿Qué se puede decir del
fuego, cuando se está sumergido dentro? ¿Qué se puede decir de la
oración-contemplación al término de la lectio divina, sino que es la
zarza ardiente en que el fuego abrasa?
Como arte inefable que es de la experiencia de la
presencia divina, la lectio divina quiere conducirte allí donde, como el
Amado, contemplas, repites las palabras del Amante, con alegría, con estupor,
olvidado de todo. No pienses que este camino es siempre fácil, lineal, y que
siempre se puede recorrer hasta la meta. Temor y amor apasionado, acción de
gracias y sequedad espiritual, entusiasmo y atonía corporal, palabra que habla
y palabra muda, tu silencio y el silencio de Dios están presentes y se
interfieren en tu lectio divina día tras día. Lo importante es ser fiel
a este encuentro: poco a poco la Palabra hace su camino en nuestro corazón,
superando los obstáculos, los que siempre se presentan en un camino de fe y de
oración. Sólo el que es asiduo a la Palabra sabe que Dios es siempre fiel y que
no deja de hacerse el encontradizo y de hablar al corazón, sabe que hay tiempos
en los que la Palabra de Dios se hace rara (1 Sam 3,1), y a los que sin embargo
siguen tiempos de epifanía de la Palabra, sabe que estos tiempos de
dificultades, de desánimo, de aridez espiritual son una gracia que nos recuerda
qué lejos está todavía nuestro pleno conocimiento de Dios.
Abba Juan el Exiguo preguntaba un día a Abba Juan el
Antiguo: «¿Cuál es la fatiga más grande y la obra más difícil del monje?». El
anciano respondió con los ojos arrasados en lágrimas de alegría y de dolor: «Es
la lectio divina».
Da gracias a Dios por la Palabra que te ha dado, por los
que te la han anunciado y que te la explican, intercede por todos los hermanos
que el texto ha podido traerte a la memoria con sus virtudes y con sus caídas,
procura unir el pan de la Palabra y el de la Eucaristía.
Conserva lo que has visto, oído, saboreado en la lectio,
consérvalo en tu corazón y en tu memoria, y vete a acompañar a los hombres,
ponte en medio de ellos, y dales humildemente la paz y la bendición que has
recibido. Tendrás también fuerza para actuar con ellos a fin de realizar en la
historia la Palabra de Dios, mediante tu acción ministerial.
Dios te necesita como instrumento en el mundo para hacer
«unos cielos nuevos y una tierra nueva». Te aguarda otro día, un día en el que,
viendo a Dios cara a cara a través de la muerte, te mostrará lo que has sido,
una «carta viviente» grabada por Cristo, una «lectio divina» para tus
hermanos, el Hijo mismo de Dios.
Tu hermano
Enzo
Enzo BIANCHI
Prier la Parole.
Abadía de Bellefontaine, 1978, págs. 77-90.
Traducción de P. Pablo Largo, cmf.
Publicado en www.salesianos-madrid.com