Nuestro
blog no puede dejar pasar la siguiente publicación hecha por el blog amigo “La
Bohardilla de Jerónimo”, sobre todo en circunstancias en que estamos próximos a
cumplir los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II. El texto puede
ayudar a quienes aún no han podido (o no
han querido) aceptar sus directivas como una “renovación en la continuidad,
sino entendiéndolas como una “reforma a partir de una ruptura”. En consecuencia
se transcribe a continuación toda la entrada publicada ayer.
El sub-secretario de la
Congregación para el Culto Divino, Mons. Juan Miguel Ferrer Grenesche,
participó hace pocos días en una Conferencia sobre canto gregoriano, en la cual
habló ampliamente de la interpretación del Concilio Vaticano II, de los
verdaderos enemigos de dicha asamblea conciliar, de las causas de la crisis
post-conciliar y la secularización intra-eclesial, así como también de los
desafíos que su dicasterio tiene por delante luego del Motu proprio “Quaerit semper”, de Benedicto XVI, que
ha pedido que la Congregación se dedique principalmente a la promoción de la
Sagrada Liturgia. El sacerdote español ha afirmado que está en curso la
renovación del dicasterio para poder ocuparse orgánicamente de las prioridades
asignadas por el Santo Padre. Omitimos traducir la parte referida en particular
al canto gregoriano, de la cual se ofrecen amplios pasajes en el sitio Chiesa, de Sandro Magister.
Todos conocen la insistencia y la
centralidad que el Santo Padre Benedicto XVI ha querido reservar durante todo
su pontificado a la correcta y auténtica aplicación de las enseñanzas del
Concilio Vaticano II.
¿Pero se trata realmente de una
novedad? De hecho, no. Esta solicitud es, de hecho, manifestación de un natural
y lógico interés por parte de los supremos pastores de la Iglesia, que se ha
vuelto mucho más urgente cuando, transcurrido un lapso razonable de tiempo, se
ha hecho posible hacer un balance de tal recepción, en cuyo surco Benedicto XVI
prosigue el ejercicio de conducción del arado apostólico. Juan Pablo I, como es
evidente por el nombre mismo por él elegido e inspirado en sus dos últimos
predecesores – aquellos que habían convocado y concluido, respectivamente, el
Concilio -, se había ya planteado tal objetivo, a pesar de que la brevedad de
su pontificado no le haya concedido tiempo para proseguir ampliamente tal
compromiso pastoral. Y Juan Pablo II no se ha limitado, de hecho, solamente a
recoger el testimonio del nombre de su predecesor sino, sobre todo, a partir
del Sínodo extraordinario de 1985, a 20 años del Concilio, ha asumido el
objetivo prioritario de asegurar una recepción auténtica del Concilio Vaticano
II.
El nombramiento por parte de Juan
Pablo II del teólogo Cardenal Ratzinger a la cabeza de la Congregación para la
Doctrina de la Fe tiene mucho que ver con tal desafío pastoral. Durante su
acción como jefe de la Congregación, Ratzinger reveló y confirmó con los hechos
hasta qué punto estaba convencido de que la interpretación y recepción
auténtica del Concilio está estrechamente vinculada a la asunción de la
continuidad respecto a todo el Magisterio anterior de la Iglesia, lo que él
define “hermenéutica de la continuidad”, frente a una bastante frecuente
“hermenéutica de la ruptura”, como clave hermenéutica de los documentos
conciliares. Serán los documentos sobre la Teología de la liberación ("De
theologia liberationis", del 6 agosto 1984: AAS 76 [1984], pp. 876-909) y
la declaración “Dominus Iesus” del 6 de agosto de 2000 sobre la unicidad de la
salvación ("Notitiae" 36 [2000], pp. 408-437) las piezas más
explícitas para mostrar tal impostación. Corresponde, sin embargo, al Catecismo
de la Iglesia Católica (1992 e 1997) el rol de documento-clave en este sentido,
destinado a tener y a ejercer el mayor peso doctrinal y a suscitar las más
amplias repercusiones.
En el libro-entrevista “Informe
sobre la fe” (Ratzinger-Messori, 1985), el Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, al preparar el Sínodo extraordinario, ya tocaba los puntos
focales, señalando cómo se hacía particularmente urgente la correcta, es decir,
auténtica, relectura de la extraordinaria riqueza de la enseñanza conciliar.
Cada Concilio, en materia de
definiciones o afirmaciones de fe, está sujeto a los límites de lo humano y lo
contingente. No toda enseñanza del Vaticano II puede, por lo tanto, ni
pretende, tener el mismo valor o la misma validez con el pasar de los años. Es,
por lo tanto, absolutamente legítimo leer los textos con sentido crítico,
siempre que la garantía de una correcta acción pastoral, más allá de cualquier
lícito juicio personal o de debate académico, garantice su “obediencia
pastoral” al Papa y al Colegio Episcopal reunido en comunión con él, es decir,
a la Tradición viviente de la Iglesia. Y para ser más exactos, la enseñanza de
los Papas del post-Concilio y el fruto de los trabajos de los diversos Sínodos
celebrados en el curso de los últimos cincuenta años nos colocan frente a la
certeza que el Magisterio del Concilio Vaticano II continua siendo, en su
organicidad, válido, oportuno y necesario para la Iglesia actual.
¿Quiénes son, por lo tanto, los
enemigos de la doctrina y de la renovación promovida en la Iglesia por el
Concilio Vaticano II? De hecho, la respuesta más clara e inmediata parecería
tener que decir: aquellos que, desde el principio, lo han rechazado,
considerando su enseñanza inoportuna e imprudente y, todavía más, incongruente
y contradictoria con la enseñanza y la disciplina siempre vigentes. Detrás de
esta posición se insinúa, de hecho, un juicio – en mi opinión – extremadamente
genérico y excesivamente rigorista, que no se puede admitir sin poner
seriamente en peligro las verdades de la asistencia del Espíritu y de la
promesa de la Providencia, así como aquellas de la autoridad y la infalibilidad
de Pedro y sus sucesores.
Sin embargo, la reivindicación de
la facultad de ejecución de una lectura crítica sobre algunos puntos concretos
de los documentos conciliares – como ya mencioné anteriormente – es plenamente
compatible con la noción de obediente aceptación de la enseñanza conciliares,
tal como es propuesto y proclamado por los legítimos Pastores de la Iglesia.
Por lo tanto, sostengo con plena convicción que los auténticos y más concretos
enemigos de la enseñanza del Vaticano II son aquellos que, teniéndolo siempre
en los labios o en la mano como un arma pronta a ser lanzada – si bien
refiriéndose más a su “espíritu” que a su efectiva y comprobada enseñanza y sin
perder ocasión, probablemente para reforzar tal presunto “espíritu”, de
reiterar que nos encontramos ya, de hecho, frente a la necesidad de un nuevo
Concilio –, lo interpretan como antítesis o ruptura de la enseñanza y de la
disciplina precedentes (tesis). Ellos afirman, además, la ilusoria pretensión,
aunque astuta, de que tal manipulación o lectura “antitética” del Concilio
permita volver a las fuentes de un cristianismo auténtico y primitivo, capaz de
implicar mediante su comprensión genial de la realidad y no en virtud de los
efectos de nuestra inserción, determinado por la obediencia de la fe, en la
línea vital y vitalizante de la tradición eclesial. Son ellos, “neo-gnósticos”
en ámbito doctrinal” y “neo-arqueologistas” en ámbito litúrgico, los más
peligrosos enemigos del Concilio.
Volviendo, por lo tanto, a las
preocupaciones del Magisterio post-conciliar, es necesario inevitablemente
señalar la importancia dada al dramático fenómeno del ateísmo en masa, sobre
todo práctico, pero en muchos sentidos teórico o doctrinal en su sutil laicismo
militante cada vez más encendido.
Luego de las dos últimas guerras
mundiales, en el preocupante clima de la así llamada guerra fría, se han
afirmado en el mundo algunas poderosas tendencias de pensamiento: por un lado,
un realismo materialista privado de esperanza, conocido como existencialismo
ateo y centrado en la noción sartreana de “náusea”, y por el otro, la
autoproyección consciente de una esperanza intra-mundana transmitida por
utopías políticas, como el marxismo, o hedonistas, declinadas en las diversas
modalidades del liberalismo radical ético y económico.
La conclusión del Concilio, y
sobre todo su primera recepción y aplicación, tienen lugar en este específico
clima cultural, prolongándose, con diversas modalidades, hasta nuestros días.
Clave de comprensión de la lectura antitética del Concilio está en identificar
hasta qué punto, para algunos, las ideologías dominantes, más que la tradición
de la Iglesia, han constituido la clave hermenéutica para la interpretación de
los documentos conciliares.
¿Cuál es la causa determinante de
todo esto?
Probablemente, sobre algunos ha
ejercido su peso, por falta de una seria y convincente formación, el deseo
inquieto de novedades. Creo, sin embargo, que para la mayor parte se ha tratado
de una búsqueda de respuestas a un problema real y urgente, si bien hecho – por
decirlo en términos prestados de la medicina – a través de un diagnóstico
equivocado y una terapia contraindicada. Ha sido sostenido con autoridad que
entre los motivos del alejamiento respecto al cristianismo por parte del hombre
contemporáneo están la división o el exceso de separacionismo con que se han
explicado y vivido el orden natural y el sobrenatural. El remedio consistía en
poner en evidencia la proximidad entre los dos planos y su “continuidad”. De
este modo, el hombre contemporáneo habría visto la cercanía del mensaje
cristiano y de su propuesta de vida con las propias aspiraciones y los propios
proyectos. Pero la propuesta, en cambio, se ha traducido bien pronto en una
“secularización” de la vida y de la enseñanza cristiana. Lo que buscaba, por lo
tanto, evitar el avance del ateísmo de masa, ha terminado por alimentar el
secularismo en la misma Iglesia; y lo que los adversarios consideraban poder
introducir con lentitud y dificultad en el pueblo cristiano y frenar en las
tierras de misión, ha terminado difundiéndose con inusitada rapidez,
precisamente a través de la enseñanza teológica, la predicación, la catequesis,
la misión e incluso la liturgia, secularizándolas. Una problemática aún
persistente y cuyos nocivos efectos aún hoy sufrimos.
En este contexto debe entenderse
la llamada de Sínodo de 1985 para que la Iglesia viva de la Palabra de Dios y
de la Liturgia y, partiendo de una teología de la Cruz, se esfuerce con dedicación,
firmemente unida en la Comunión, en su esencial compromiso misionero. De aquí
la insistencia en la importancia de recuperar en la Liturgia el sentido de lo
sagrado, es decir, el primado de Dios y de su acción, y una catequesis
mistagógica, es decir, inspirada y nutrida por la experiencia sobrenatural
vivida en la Liturgia a través de la Palabra y los signos eficaces
eclesialmente transmitidos, comprendidos y vitalizados.
En campo litúrgico, la Carta
Apostólica “Vicesimus quintus annus” (diciembre de 1988) y la II parte del
Catecismo de la Iglesia Católica (octubre de 1992 y agosto de 1997), titulada
“La celebración del Misterio cristiano”, marcan la respuesta del Magisterio al
respecto y la correcta recepción e interpretación del Concilio. La posibilidad
concreta de afrontar y ofrecer una respuesta adecuada e inteligible al ser
humano contemporáneo pasa exclusivamente a través de la reapropiación de una
identidad cristiana clara y bien definida, que nazca y se alimente de la fuente
de la Liturgia y que no ofrezca ni oro, ni plata, sino sólo lo que posee, la
salvación de Jesucristo, único Redentor de la humanidad (cfr. Hechos 1, 6), don
impredecible, pero que para quienquiera que lo reciba se vuelve respuesta
imprescindible y suprema a todos sus angustias más profundas.
Como en el Concilio, también en
el Magisterio post-conciliar, y en particular en el de Benedicto XVI, la
Sagrada Liturgia – divina Liturgia, como se dice en Oriente – asume una
importancia fundamental. La Liturgia, de hecho, “opus Dei”, estimula a los
creyentes a una experiencia vital de Dios y de su acción a través de la
experiencia de la Fe. La Liturgia es, además, operante en la Iglesia, en cuyo
seno nacen los “testigos” (mártires) del Evangelio. En la perspectiva, además,
de la nueva evangelización, la Liturgia muestra con claridad y fuerza cómo debe
ser considerada fuente y culmen de la vida y de la acción de la Iglesia
("Sacrosanctum Concilium", n. 10). En cuanto culmen, está llamada a
orientar y precisar el objetivo de la acción pastoral de la Iglesia, que es la
santificación de la humanidad, la “gloria de Dios” y la vida eterna; en cuanto
fuente, hace comprender la centralidad y el primado de la acción de Dios y el
valor que la creación posee en la cooperación y participación en la acción
divina, revelando de ese modo sus dimensiones cósmica, social y eclesial,
juntamente con su valor apologético en vistas a la presentación de las
“realidades” de los contenidos de la fe cristiana al hombre contemporáneo, tan
dependiente de lo “concreto” en la línea del positivismo científico.
A partir de esta perspectiva,
asume una gran importancia el cuidado de la participación en la Liturgia por
parte de los fieles (cfr. "Sacrosanctum Concilium", n. 14, y para las
implicancias prácticas nn. 15-20). Tal insistencia del Concilio es ampliamente
propuesta en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1140, leído a la luz de la
entera sección nn. 1136-1186, y en el contexto más amplio del capítulo II, nn.
1135-1206, de la I seccione de la II parte). Benedicto XVI vuelve a proponer el
mismo tema fundamental en la expresión “ars celebrandi”, que aparece en la
Exhortación Apostólica Post-sinodal “Sacramentum Caritatis”, en los nn. 38.42,
que debe leerse en relación con los nn. 52-63 del mismo documento, poniendo en
evidencia la extrema importancia e interés que el tema asume en la Iglesia
actual.
En este contexto debe entender el
Motu Proprio “Quaerit semper”, del pasado mes de agosto (2011), con el cual el
Santo Padre Benedicto XVI ha querido ulteriormente concentrar el trabajo de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en sus
competencias propiamente litúrgicas, afirmando:
“En las presentes circunstancias
ha parecido conveniente que la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos se dedique principalmente a dar nuevo impulso a
la promoción de la Sagrada Liturgia en la Iglesia, según la renovación querida
por el Concilio Vaticano II a partir de la Constitución Sacrosanctum
Concilium”.
Las palabras del Santo Padre son
muy precisas:
1. Él se refiere a las “presentes
circunstancias”, es decir, al amplio contexto cultural y eclesial al que hemos
hecho referencia;
2. Dice “principalmente”, en
cuanto la Congregación mantiene en sí todas las otras competencias, también de
disciplina sacramental, si bien en este ámbito ha cedido amplio espacio al
Tribunal de la Rota Romana;
3. Habla de “nuevo impulso” y
cita expresamente al Concilio Vaticano II y la “Sacrosanctum Concilium”,
poniendo en evidencia de ese modo cómo los nuevos objetivos de la Congregación
no comportan ninguna dicotomía con la acción del Magisterio precedente, y en
particular con las enseñanzas conciliares rectamente entendidas;
4. Usa el vocablo “renovación”, y
no “reforma”, entendiéndolo según lo enseñado por el beato Juan Pablo II en la
Carta Apostólica "Vicesimus quintus annus" (nn. 3-4, y en particular
el n. 14), en la que afirmaba – citando “Dominicae Cenae”, n-9 – que “es muy
conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa
educación, para descubrir las riquezas de la liturgia” y que, al mismo tiempo,
“no se puede seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación del
Documento [es decir, la 'Sacrosanctum Concilium'] pero sí de una profundización
cada vez más intensa de la Liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros
vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual”
("Vicesimus quintus annus", n. 14).
En este sentido, el trabajo de la
Congregación debe, en este momento, tener como su prioridad hacer que el pueblo
de Dios que vive la liturgia en la forma ordinaria del Rito Romano integre cada
vez más la propia plena y fructuosa participación en las celebraciones con una
intensa educación y su con su naturaleza de un hecho de orden espiritual. Esto
se traduce en una particular atención en asegurar en su interior un correcto
cuidado del “ars celebrandi”.
Así también, deberán tenerse bien
presentes los parágrafos reservados a este tema por el Santo Padre en la II
parte de la “Sacramentum Caritatis”, allí donde se habla de “ars celebrandi”
(nn. 38-42) y de "actuosa participatio" (nn. 52-63):
n. 39: El Obispo, liturgo por
excelencia. Esto implica una atención particular a la formación, a la consulta
y al apoyo por parte de la Congregación en relación al compromiso de cada
Obispo y de las Conferencias de Obispos en materia litúrgica.
n. 40: El respeto de los libros
litúrgicos y la riqueza de los signos. Esto comprende una primera fase de
renovado empeño en el tratamiento de las “ediciones típicas” y, en un segundo
momento, de garantía respecto a su correcta traducción y a su correcto uso,
junto a un esfuerzo tendiente a poner adecuadamente en sentido, luz y valor,
los signos litúrgicos según las rúbricas, las Praenotanda de los diversos
libros litúrgicos y el “Caeremoniale Episcoporum” en su calidad de libro que,
asumiendo la liturgia episcopal como modelo, constituye la expresión más
completa de la Liturgia romana.
n. 41: El arte al servicio de la
celebración. Esto exige que la Congregación se dedique con un empeño cada vez
mayor a la definición y a la promoción de aquellos aspectos que deben ser
entendidos como parte integrante de la Liturgia, como el lugar, el espacio, los
utensilios y los ornamentos para la celebración.
n. 42: El canto litúrgico. Una
necesaria y particular atención debe reservarse a la música y al canto para la
liturgia, parte privilegiada del arte litúrgico, en la óptica de una recuperación
de la especial atención que ella merece por parte de la Congregación.
nn. 52-63: La participación
activa. Esta sección del documento pontificio obliga a la Congregación, en
acuerdo con los otros Dicasterios de la Curia Romana, a proveer de modo
especial en garantizar una correcta formación del clero y de los fieles en
campo litúrgico, como elemento fundamental para una verdadera vida de
cristianos y al desarrollo de la propia vocación específica en la Iglesia. Al
mismo tiempo, implica una consideración cada vez más profunda de los temas
urgentes de la traducción y, en particular, de la inculturación, partiendo de
la perspectiva teológica y pastoral de facilitar la participación en la
liturgia, más que de cualquier consideración de naturaleza socio-política o
fundamentalmente intelectual, como aquella del “derecho de los pueblos”. Al
mismo tiempo, la prioridad asignada a la pastoral litúrgica induce, siempre en
una perspectiva inter-dicasterial, a tener presentes los importantes desafíos
tanto ecuménicos (n. 56), como en el campo de la pastoral y de la caridad (n.
56) y de las pastoral general (nn. 57 y 61-63).
Fuente: "La Bohardilla de Jeronimo"