Por Card. Joseph
Ratzinger
Benedicto
XVI, cuando aún no era Papa, escribió
varios textos dedicados a la Navidad que ha recogido Ediciones Encuentro en el libro Imágenes
de la esperanza. Alfa y Omega ha reproducido parte
de estos textos,
Quien no ha entendido el misterio de
la Navidad no ha entendido lo más determinante de la condición
cristiana. Quien no lo ha asumido, no puede entrar en el reino de los
cielos
El buey y el asno no son simplemente
productos de la fantasía piadosa. Gracias a la fe de la Iglesia en la
unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, se han convertido en
acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Isaías 1,3 se
dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo.
Israel no conoce, mi pueblo no discierne». Los Padres de la Iglesia
vieron en estas palabras una profecía referida al nuevo pueblo de Dios,
la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles. Ante Dios, todos
los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin razón ni
entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para
que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo
En Navidad
nos deseamos de corazón que este tiempo festivo, en medio de todo el
ajetreo actual, nos otorgue un poco de reflexión y alegría, contacto
con la bondad de nuestro Dios y, de ese modo, ánimos renovados para
seguir adelante. Al empezar esta pequeña reflexión sobre lo que esta
fiesta puede decirnos hoy, tal vez resulte útil una breve mirada al
origen de la celebración de la Navidad. El año litúrgico de la Iglesia
se ha desarrollado, ante todo, no desde la consideración del nacimiento
de Cristo, sino desde la fe en su resurrección. Por tanto, la fiesta
originaria de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua. Pues, de
hecho, sólo la Resurrección ha fundamentado la fe cristiana y ha hecho
existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquia (muerto como muy
tarde el año 117) llama a los cristianos aquellos que «ya no guardan el
sábado, sino que viven según el día del Señor»: ser cristiano significa
vivir pascualmente, desde la Resurrección, que se conmemora en la
semanal celebración pascual del domingo. Seguramente, el primero en
afirmar que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su
comentario a Daniel, escrito más o menos en el año 204. El antiguo
exegeta de Basilea Bo Reicke remitía, además, al calendario de fiestas,
según el cual, en el evangelio de Lucas los relatos del nacimiento del
Bautista y del nacimiento de Jesús están referidos uno al otro. De esto
se seguiría que ya Lucas, en su evangelio, presupone el 25 de diciembre
como día del nacimiento de Jesús. En este día se conmemoraba por aquel
entonces la fiesta de la dedicación del templo, introducida en el año
164 antes de Cristo, por Judas Macabeo; de ese modo, la fecha del
nacimiento de Jesús simbolizaría, al mismo tiempo, que con Él, que
apareció como luz de Dios en la noche invernal, tenía lugar la
verdadera dedicación del templo: la llegada de Dios en medio de esta
tierra. Sea como fuere, la fiesta de Navidad no adquirió en la
cristiandad una forma clara hasta el siglo IV, cuando desplazó la
festividad romana del dios solar invicto y enseñó a entender el
nacimiento de Cristo como la victoria de la verdadera luz; sin embargo,
por las anotaciones de Bo Reicke, ha quedado patente que, en esta
refundición de una fiesta pagana en una solemne festividad cristiana,
se asumió una ya antigua tradición judeo-cristiana.
El
especial calor humano de la fiesta de Navidad nos afecta tanto, que en
el corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la Pascua. Pues
bien, en realidad ese calor se desarrolló por primera vez en la Edad
Media; y fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre
Jesús, al Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad.
Su primer biógrafo, Tomás de Celano, cuenta en la segunda descripción
que hace de su vida lo siguiente: «Más que ninguna otra fiesta
celebraba la Navidad con una alegría indescriptible. Decía que ésta era
la fiesta de las fiestas, pues en este día Dios se hizo niño pequeño, y
mamó leche como todos los niños. Francisco abrazaba –¡con cuánta
ternura y devoción!– las imágenes que representaban al Niño Jesús, y
balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas. El nombre
de Jesús era en sus labios dulce como la miel». De tales sentimientos surgió,
pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que podría haberle
animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María la Mayor
en Roma; lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad; era el
deseo de vivir Belén de forma totalmente presencial, de experimentar
inmediatamente la alegría del nacimiento del Niño Jesús y de
compartirla con todos sus amigos. De esta noche junto al pesebre habla
Celano, en la primer biografía, de una manera que continuamente ha
conmovido a los hombres y, al mismo tiempo, ha contribuido
decisivamente a que pudiera desarrollarse la más bella tradición
navideña: el pesebre. Por eso podemos decir, con razón, que la noche de
Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de forma
totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y
humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio
a la fe una nueva dimensión.
La
festividad de la resurrección había centrado la mirada en el poder de
Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo venidero.
Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y
bondad, que se nos ofrece en medio de este mundo y, con ello, nos
quiere enseñar un género nuevo de vida y de amor. Quizá sea útil
detenernos aquí un momento y preguntar: ¿dónde se encuentra exactamente
ese lugar, Greccio, que de ese modo ha llegado a tener para la historia
de la fe un significado totalmente propio? Es una pequeña localidad
situada en el valle de Rieti, en Umbría, no muy lejos de Roma en
dirección nordeste. Lagos y montañas dan a esta comarca su encanto
especial y su belleza callada, que todavía hoy nos sigue conmoviendo,
especialmente porque apenas se ha visto afectada por la agitación del
turismo. El convento de Greccio, situado a 638 metros de altitud, ha
conservado algo de la simplicidad de los orígenes; ha permanecido
sencillo, como la pequeña aldea que está a sus pies; el bosque lo
circunda como en tiempos del Poverello, e invita a la estancia
contemplativa. Celano dice que Francisco amaba especialmente a los
habitantes de este lugar por su pobreza y su simplicidad; venía hasta
aquí a menudo para descansar, atraído también por una celda de extrema
pobreza y soledad en la que podía entregarse sin ser molestado a la
contemplación de las cosas celestiales. Pobreza, simplicidad–, silencio
de los hombres y hablar de la creación: éstas eran, al parecer, las
impresiones que para el santo de Asís se conectaban con este lugar. Por
eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de nuevo el secreto de
Belén en la geografía de las almas. Pero volvamos a la Navidad de 1223.
Las tierras de Greccio habían sido puestas a disposición del Pobre de
Asís por un noble señor de nombre Juan, del que Celano cuenta que, pese
a su alto linaje y su importante posición, «no daba ninguna importancia
a la nobleza de la sangre y deseaba más bien alcanzar la del alma». Por
eso lo amaba Francisco.
Un
descubrimiento
De este
Juan dice Celano que aquella noche se le concedió la gracia de una
visión milagrosa. Vio yacer inmóvil sobre el comedero a un niño
pequeño, que era sacado de su sueño por la cercanía de san Francisco.
El autor añade: «Esta visión correspondía en realidad a lo que sucedió,
pues, de hecho, hasta aquella hora el Niño Jesús estaba hundido en el
sueño del olvido en muchos corazones. Gracias a su siervo Francisco,
fue reavivado a su recuerdo, e indeleblemente impreso en la memoria».
En esta imagen se describe muy exactamente la nueva dimensión que
Francisco, con su fe que impregna alma y corazón, regaló a la fiesta
cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la revelación de Dios,
que precisamente se encuentra en el Niño Jesús. Precisamente así Dios
ha llegado a ser verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotr s,
alguien de quien no nos separa ninguna barrera de sublimidad ni de
distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a nosotros que le
decimos sin temor Tú, podemos tutearle en la inmediatez del
acceso al corazón infantil. En el Niño Jesús se manifiesta de forma
suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no
quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar
desde el interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su
violencia, su codicia, es el desamparo del Niño. Dios lo ha aceptado
para vencernos y conducirnos a nosotros mismos. No olvidemos, además,
que el título supremo de Jesucristo es el de Hijo –Hijo de
Dios–; la dignidad divina se designa con una palabra que muestra a
Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño se encuentra en una
correspondencia sin par con su divinidad, que es la divinidad del Hijo.
Así, su condición de niño nos indica cómo podemos llegar a Dios, a la
divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras: «Si no os
cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los
cielos». Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha
entendido lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha
asumido, no puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que
Francisco quería recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los
tiempos posteriores.
La
realidad del pesebre
En la
cueva de Greccio se encontraban aquella Nochebuena, conforme a la
indicación de san Francisco, el buey y el asno. Al noble Juan le había
dicho: «Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y
como nació en Belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en
su niñez. Quisiera ver con mis ojos corporales cómo yació en un pesebre
y durmió sobre el heno, entre un buey y un asno». Desde entonces, el
buey y el asno forman parte de toda representación del pesebre. Pero,
¿de dónde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos navideños
del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar
esta pregunta, tropezamos con uno hechos importantes para los usos y
tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y
pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares. El
buey y el asno no son simplemente productos de la fantasía piadosa.
Gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y del Nuevo
Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento
navideño. De hecho, en Isaías 1,3 se dice: «Conoce el buey a su dueño,
y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no
discierne». Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una
profecía referida al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida a
partir de judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y
gentiles, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el
Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la
voz de su Dueño, la voz de su Amo.
En las
representaciones navideñas medievales, sorprende continuamente cómo a
ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma
consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio
del Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la
cifra profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia
–nuestro misterio, el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos–,
bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren los ojos, para
que en el pesebre reconozcan a su Señor. Pero, ¿lo reconocemos
realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe
venirnos a las mientes la palabra entera de Isaías, que no sólo
es buena nueva –promesa de conocimiento venidero–, sino también juicio
sobre la presente ceguedad. El buey y el asno conocen, pero «Israel no
conoce, mi pueblo no discierne». ¿Quién es hoy el buey y el asno, quién
es mi pueblo que no discierne? ¿En qué se conoce al buey y al
asno, en qué a mi pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la
irracionalidad conoce y la razón está ciega?
Para
encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres
de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no conoció? ¿Quién conoció?
¿Por qué fue así? Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió
nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo quedó cegado todavía
más profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que
le acompañaba. Quien no conoció fue, «con él, toda Jerusalén». Quienes
no conocieron fueron los hombres elegantemente vestidos, la gente
refinada. Quienes no conocieron fueron los señores instruidos, los
expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis escriturística, que
desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico correcto, pero,
pese a todo, no comprendieron nada. Quienes conocieron fueron
–comparados a estas personas de renombre– bueyes y asnos: los
pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal,
donde está el Niño Jesús, no se encuentran a gusto las gentes
refinadas, sino el buey y el asno. Ahora bien, ¿qué hay de nosotros?
¿Estamos tan alejados del portal porque somos demasiado refinados y
demasiado listos? ¿No nos enredamos también en eruditas exégesis
bíblicas, en pruebas de la inautenticidad o autenticidad del lugar
histórico, hasta el punto de que estamos ciegos para el Niño como tal y
no nos enteramos de nada de Él? ¿No estamos también demasiado en
Jerusalén, en el palacio, encastillados en nosotros mismos, en nuestra
arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución, como para poder oír
por la noche la voz del ángel, e ir a adorar? De esta manera, los
rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una
pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz
del Señor?
Cuando
ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a
Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al
Señor –como una vez Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos
también lo que Celano –de forma muy semejante a san Lucas cuando habla
sobre los pastores de la primera Nochebuena– cuenta de quienes
participaron en los maitines de Greccio: todos volvieron a casa
llenos de alegría.
(Fuente Arvo.net)
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