jueves, 14 de marzo de 2013

La primera homilia de nuestro papa Francisco


Texto completo de la primera homilía del Papa Francisco

(Santa Misa por la Iglesia con los cardenales en la Capilla Sixtina)

En estas tres Lecturas veo algo en común: el movimiento. En la Primera Lectura el movimiento es el camino; en la segunda Lectura, el movimiento está en la edificación de la Iglesia; en la tercera, en el Evangelio, el movimiento está en la confesión. Caminar, edificar, confesar.

Caminar. Casa de Jacob: “Vengan, caminemos en la luz del Señor”. Esta es la primera cosa que Dios dijo a Abraham: “Camina en mi presencia y sé irreprensible”. Caminar: nuestra vida es un camino. Cuando nos detenemos, la cosa no funciona. Caminar siempre, en presencia al Señor, a la luz del Señor, tratando de vivir con aquel carácter irreprensible que Dios pide a Abraham, en su promesa.

Edificar. Edificar la Iglesia, se habla de piedras: las piedras tienen consistencia; las piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. Edificar la Iglesia, la esposa de Cristo, sobre aquella piedra angular que el mismo Señor, y con otro movimiento de nuestra vida, edificar.

Tercero, confesar. Podemos caminar todo lo que queramos, podemos edificar tantas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiríamos en una ONG (Organización No Gubernamental) de piedad, pero no en la Iglesia, esposa del Señor. Cuando no caminamos, nos detenemos. Cuando no se construye sobre la piedra ¿qué cosa sucede? Pasa aquello que sucede a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena, todo se desmorona, no tiene consistencia. Cuando no se confesa a Jesucristo, me viene la frase de León Bloy “Quien no reza al Señor, reza al diablo”. Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio.

Caminar, edificar-construir, confesar. Pero la cosa no es así de fácil, porque en el caminar, en el construir, en el confesar a veces hay sacudidas, hay movimiento que no es justamente del camino: es movimiento que nos echa para atrás.

Este Evangelio continúa con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Yo te sigo, pero no hablemos de Cruz. Esto no cuenta”. “Te sigo con otras posibilidades, sin la Cruz”. Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz y cuando confesamos un Cristo sin Cruz, no somos Discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor.

Quisiera que todos, luego de estos días de gracia, tengamos el coraje – precisamente el coraje – de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, que ha sido derramada sobre la Cruz; y de confesar la única gloria, Cristo Crucificado. Y así la Iglesia irá adelante.

Deseo que el Espíritu Santo, la oración de la Virgen, nuestra Madre, conceda a todos nosotros esta gracia: caminar, edificar, confesar Jesucristo. Así sea.

jueves, 7 de marzo de 2013

Cónclave, el prurito de los pronósticos



¿Se enteró?, el hecho de que la Iglesia se encuentre en Sede Vacante y los cardenales se aprestan a elegir un nuevo papa, suscita en muchos "entendidos" la avidez de adelantar pronósticos y además dan a entender los fundamentos en los que se basan para hacerlos. Lea lo que sigue y lo comprenderá mejor.

 El pronóstico pre-cónclave es un género literario sui generis en el que con frecuencia – salvo raras y luminosas excepciones – el interés del argumento es inversamente proporcional al conocimiento del tema del cual se está hablando. Un género literario anómalo bajo todo punto de vista, en el cual cada tanto los roles se invierten y el hombre de calle – el John Doe o el señor Rossi, con un mínimo de conocimiento del tema, que está hojeando un artículo en el bar o leyendo un instant book en la librería – se da cuenta con asombro de ser a veces más competente que el periodista o el ensayista de turno, porque tiene más familiaridad con categorías de pensamiento que, no por casualidad, son totalmente extrañas a la mentalidad y al sistema de valores de referencia del autor del texto.

 
Cuando el que escribe es consciente – y no siempre es obvio que esta conciencia exista – de estar describiendo un mundo del que se le escapan las dinámicas y del que no comprende las finalidades, los resultados pueden ser de lo más diversos. Algo se debe escribir, la página blanca se presenta amenazante desde la pantalla de la computadora en la redacción, y entonces, en la onda de la insostenible ligereza del no-conocer, parafraseando a Kundera, llegan comentarios casuales, deseos personales travestidos de noticias y palabras completamente privadas de peso específico.

 
El vaticinio sobre el nombre del nuevo Papa se convierte entonces en un pretexto para decir todo y lo contrario de todo: desde el “queremos un Papa moderno, un Papa Amélie Poulain, que lleve grandes cruces de rapero” - sic, frases tomadas de un blog que se lee en el sitio de Le Monde – al cabaret onomástico, violentamente anticlerical pero no privado de cultura y alegría “patafísica”, del cómico suizo Daniel Rausis, el inventor del género de los Papocryphes, nombres papales totalmente imaginarios. En el 2005, autodefiniéndose experto de pontificcionologías (sí, precisamente así), el cómico se ofrecía a dar una mano al nuevo sucesor de Pedro para la elección del nombre, como especialista mundial de la cuestión, aconsejándole los nombres más surrealistas. Causa impresión releer sus palabras a algunos años de distancia, ahora que su comentario más sutilmente pérfido y más citado en la red - “el único acto libre e imprevisible de un Papa es la elección del nombre” – ha sido tan clamorosamente desmentido el pasado 11 de febrero.

 
"They really don’t know much more about the Conclave than the rest of us” (“En realidad, ellos no saben mucho más que nosotros del conclave”), afirma tajante con lacónico pragmatismo un editorial aparecido en el blog Rorate Caeli, describiendo el difícil trabajo del vaticanista – aunque tengan una larga carrera y no les falte formación – en espera del cónclave. En retrospectiva, el elenco de los grandes errores es inexorablemente muy largo. Basta citar sólo dos ejemplos contenidos en el editorial de Rorate Caeli: en la lista de los papables que ocho años atrás presentó un preparadísimo y por otro lado autorizado periodista no italiano – veinte nombres de cardenales provenientes de todo el mundo – estaba ausente precisamente el purpurado que luego se convertiría en Benedicto XVI, mientras que otro autorizado colega italiano, por otro lado rápidamente corregido, concordaba en la sustancia, describiendo la hipótesis Ratzinger como “más simbólica que real”.

 
Otro error de perspectiva muy difundido es el que podríamos definir como la fascinación del slogan, es decir, la costumbre de repetir frases fabricadas sin verificar su historicidad. “Quien entra Papa sale cardenal”, por ejemplo, es un lugar común desmentido varias veces en el siglo XX, ha recordado oportunamente John Allen al comienzo de la sede vacante. De hecho, en 1939 fue elegido el favorito, Eugenio Pacelli, y así en 1963 Giovanni Battista Montini, mientras que en 1978 la elección de Albino Luciani fue prevista, entre otros, también por “Time”, “L’Espresso” y “Le Monde”. Incluso el imprevisible Karol Wojtyla – cuyo nombre había aparecido como probable Papa no italiano en la revista “Panorama” un año y medio antes de la elección – había sido indicado explícitamente como futuro Pontífice, sobre la base de una previsión con toda evidencia atendible, por el brillante sacerdote y vaticanista español José Luis Martín Descalzo, en el semanario “Blanco y Negro”. Y con él concordaba Silvano Stracca, el inolvidable vaticanista de “Avvenire”.

 
En la imposibilidad de dar nombres con conocimiento de causa, está finalmente quien apunta cómodamente al efecto acumulación, como ocurrió desde que Benedicto XVI declaró su renuncia al pontificado. Así, Luis Badilla Morales, colaborador de Radio Vaticana y atento observador que desde hace años navega en la red, ha notado con agudeza que, desde el pasado 11 de febrero, los nombres de los “papables” han subido de 23 a 47, aún si los más recurrentes son “sólo” una docena. Y no son pocos los colegas que se apresuran en insertar nombres en sus listas personales. De este modo podrán decir a sus nietos: “Yo lo había previsto”.
(Fuente: La buhardilla de Jerónimo)

 

 

 

 

miércoles, 6 de marzo de 2013

Cónclaves: un poco de historia ¿por qué no?


¿Leyó la primera parte? Aquí está la segunda de este trabajo histórico sobre los cónclaves.
A mediados del siglo VIII, la Francia Occidental se había convertido en una importante potencia en la Cristiandad, descollando entre los distintos reinos surgidos del hundimiento del Imperio Romano de Occidente. Debido a sucesivas particiones, se hallaba dividida en tres regiones: Neustria, Austrasia y Borgoña, cada una con sus propios reyes (todos pertenecientes a la dinastía merovingia, descendiente de Clodoveo), aunque frecuentemente vueltas a unir bajo el mismo cetro. En 732, Carlos Martel, mayordomo de palacio de Austrasia, había vencido y hecho retroceder a los sarracenos en Poitiers, en una decisiva batalla que entonces salvó a Occidente de la invasión de la Medialuna. Los mayordomos de palacio, especie de primeros ministros, acabaron por ejercer realmente un poder que ostentaban ya sólo nominalmente los reyes francos, llamados “fainéants” (holgazanes).

Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, era el todopoderoso mayordomo de palacio de Neustria. Austrasia y Borgoña bajo el rey holgazán Childerico III. En 750 envió a Roma a Fulrado, capellán de Saint-Denis, y a Burcardo, obispo de Wurzburgo, con el objeto de someter al Papa la cuestión sobre quién debiera ser considerado rey: si el que lleva el título o el que ejerce el poder. San Zacarías, privado del apoyo del basileus de Constantinopla y que, por tanto sólo podía contar con los francos para hacer frente a la amenaza de los longobardos, respondió que “aquel que ejerce verdaderamente el poder sea el que lleve el título de rey”. Pipino, sintiéndose autorizado para llevar a cabo una revolución de palacio, depuso a Childerico III y lo hizo encerrar en un monasterio y ciñó la corona, dando así inicio a la segunda raza de reyes francos, conocida como de los carolingios.

Pipino el Breve fue ungido rey por primera vez en Soissons, en marzo de 752, por el obispo san Bonifacio, su consejero, a fin de enlazar con la tradición de Clodoveo (ungido por san Remigio en Reims). Sin embargo, dos años más tarde fue el propio papa Esteban II (sucesor de san Zacarías), el que lo ratificó como rey al consagrarlo el 28 de julio de 754 en la abadía de Saint-Denis. El Romano Pontífice había remontado los Alpes para pedirle su auxilio contra los longobardos, cuyo rey Astolfo amenazaba Roma. Pipino les hizo la guerra y los venció en 756, entregando al Papa todos los territorios que había reconquistado a Astolfo en cumplimiento del Tratado de Quierzy o “Promissio Carisiaca” de 754. Esteban II recibió así los territorios del Exarcado de Rávena y las ciudades de la Pentápolis (Rímini, Pésaro, Fano, Senigallia y Ancona), que los longobardos habían arrebatado a los bizantinos. El Papa de Roma se convertía así en señor temporal y adquiría una sólida independencia.

Las nuevas circunstancias en las que se desenvolvía el pontificado romano determinaron más que nunca la ambición por ocupar la sede de Pedro. Ya antes de morir Esteban II, habían surgido antagonismos entre los electores. Los partidarios del patronazgo bizantino deseaban que fuese papa el griego Teofilacto. Los demás apoyaban al hermano del papa, el diácono Pablo. Fue éste quien acabó siendo elegido e inmediatamente comunicó la noticia a Pipino el Breve, llamándole por el título de Patricius Romanorum y saludándolo como a nuevo Moisés, que había salvado al pueblo de Dios. Pipino respondió cortésmente haciendo a Pablo I (757-767) padrino de su hija Gisela. Pero también escribió al clero y al pueblo romanos instándoles a que aceptaran al papa como su padre y señor. Por supuesto ya no fue requerida la aprobación imperial. Constantinopla se debatía en las violentas luchas provocadas por la herejía iconoclasta, en las que tomaba parte activa el propio Emperador.

Dos partidos se formaron en Roma: el de los filo-francos y el de los filo-longobardos, que sostenían los intereses de los dos reinos por entonces más poderosos de la Cristiandad de Occidente, cuyos nuevos adalides eran respectivamente Carlos, hijo de Pipino, y Desiderio, sucesor de Astolfo. Este último intervino para acabar con el cisma que sobrevino a la muerte de Pablo I, haciendo elegir a Esteban III (768-772). Sus inmediatos sucesores Adriano I (772-795) y san León III (795-816) no debieron su elección a la predominancia de ningún partido y puede decirse que fueron los papas que supieron aprovechar la nueva independencia de la Iglesia, reivindicando sus derechos contra toda usurpación.

Adriano I exigió a Desiderio la restitución de sus Estados, nuevamente ocupados por los longobardos, y, al no obtener satisfacción, acudió a Carlos, el cual no sólo los reconquistó y devolvió al Papa, sino que llegó hasta Pavía y venció a su ex-suegro (pues estaba casado con la hija de Desiderio), ciñendo la Corona de Hierro en 774. San León III, por su parte, recurrió también a Carlos para justificarse ante él de graves acusaciones lanzadas contra él por parte del clero de Roma. Después de prestar juramento delante del rey de los Francos, el Papa, reconocido inocente por éste, lo coronó emperador la noche de Navidad del año 800, restaurando así en su persona el Imperio de Occidente, vacante desde 476. Carlomagno se convertía así en el protector natural del Pontificado y de la Iglesia, cuya defensa material le estaba encomendada como la primordial razón de ser de dignidad como Emperador.

Las elecciones papales se vieron nuevamente sujetas al placet imperial, aunque intermitentemente y sólo de modo formal desde Lotario I (nieto de Carlomagno). El papa Nicolás I (858-867), sin embargo, se opuso eficazmente a la injerencia imperial y san Adriano III (884-885) emanó un decreto prohibiendo que, en lo sucesivo, la consagración papal tuviera lugar sin la presencia de los enviados imperiales. La disolución del Imperio Carolingio en 887 y las sucesivas luchas por el poder imperial entre distintas familias descendientes de una u otra manera de Carlomagno permitieron al Papado sacudirse, de momento, cualquier interferencia de un principado temporal en la elección del obispo de Roma, pero, en contrapartida, ésta quedó al arbitrio de una poderosa familia, que se movía sorteando hábilmente las intrigas de los distintos partidos: la de los Teofilactos, continuada en la de los Crescencios.

Sin que sus miembros hayan ocupado continuamente el sacro solio, puede decirse que durante casi siglo y medio, los Teofilactos-Crescencios dominaron la Roma papal. El rico y potente senador Teofilacto pertenecía a la familia de los señores de Vía Lata, que ya habían dado a la Iglesia cuatro pontífices: Adriano I (772-795), Valentín (827), san Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). Con su esposa Teodora la Mayor había tenido dos hijas: la celebérrima Marozia y Teodora la Joven, ambas cabezas de las dos familias que van a dominar el Pontificado y disponer de él como de una hacienda particular. El primer gran triunfo de Teofilacto fue la elección de su pariente Sergio III (904-911), amante de Marozia y con la que tuvo un hijo: el futuro papa Juan XI. Los inmediatos sucesores de Sergio, Landón (911-914) y Juan X (914-928), le debieron también su elección. Los siguientes ya fueron criaturas de la virago, que se hacía llamar “domna senatrix”: León VI (928), Esteban VII (928-931) y, sobre todo, Juan XI (931-935), su hijo habido con Sergio III. Muerta Marozia en 932, su hijo Alberico II de Espoleto se convirtió en el nuevo dueño de la situación. Su primera providencia fue poner a su medio hermano Juan XI bajo estrecha vigilancia. A él se debieron las elecciones de León VII (936-939), Esteban VIII (939-942), Marino II (942-946) y Agapito II (946-955). Murió en 954, no sin antes haber obtenido la promesa del clero romano de elegir a su hijo Octaviano, sucesor suyo como señor de hecho de Roma, como papa a la muerte de Agapito II, como así fue.

Octaviano, que tomó el nombre de Juan XII (955-964), es uno de los papas más discutidos por su inmoralidad y falta de escrúpulos. Sin embargo, a él se debe la segunda restauración del Imperio de Occidente en la persona del rey de Germania Otón I, coronado por él, en 962, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, por donde debía venir la regeneración de la Iglesia después del llamado “siglo de hierro”. Otón I y Juan XII celebraron un pacto que quedó plasmado en el llamado Privilegium Ottonianum, por el cual el emperador se comprometía a respetar los derechos del Pontificado al Patrimonio de San Pedro a cambio de que el papa y sus sucesores reconociesen la autoridad imperial. Juan XII prestó, pues, juramento de fidelidad a Otón y lo mismo hicieron la nobleza y el pueblo romanos. Apenas partió el emperador de regreso a Germania, Juan XII se avergonzó de su sumisión, indigna de un hijo de Alberico II, y entabló negociaciones con Berengario. Enterado Otón de esta deslealtad, aprovechó para llevar a cabo lo que secretamente anhelaba desde hacía tiempo: disponer del Papado. Juan XII fue juzgado, condenado y depuesto y el Emperador impuso a León VIII (963-965). Pero el clero y pueblo romanos no se resignaron a volver a sufrir la injerencia papal y, a la muerte de Juan XII se apresuraron a elegir a Benedicto V (964-965). Otón puso sitio a Roma y, vencido Benedicto V, restauró a León VIII, que confirmó el Privilegium Ottonianum, reforzándolo mediante la prohibición a los romanos de intervenir en las elecciones papales y estableciendo que en lo sucesivo los Romanos Pontífices debían rendir cuentas a los emperadores germánicos.

Muertos Benedicto VIII y León VIII en 965, Otón I hizo elegir al obispo Juan de Narni como nuevo papa, que se llamó Juan XIII. Era hijo de Teodora la Joven y, por tanto, nieto de Teofilacto, sobrino de Marozia, primo de Juan XI y tío de Juan XII. Con él hace su aparición en el escenario de Roma la segunda rama de la dinastía: los Crescencios. En adelante, los sucesores de Pedro serían elegidos en su mayoría con la intervención imperial. Los Crescencios aún ocuparon el sacro solio a través de los hermanos Benedicto VIII (1012-1024) y Juan XIX (1024-1032) y el sobrino de ambos Benedicto IX, que reinó en tres períodos (1032-1044; de abril a mayo de1045; 1047-1048). Este último superó la abyección de su tío bisabuelo Juan XII, al llegar a vender el pontificado. Pero los tiempos de la llamada “pornocracia” habían terminado y, depuesto por el emperador Enrique III, terminó sus días en el monasterio de Grotaferratta, entregado a la oración.

Llegamos así a los tiempos de la gran reforma gregoriana, nacida gracias a la influencia de los monjes de Cluny. Tras el escándalo de Benedicto IX, el Emperador volvió a poner orden e hizo elegir a ilustres prelados partidarios de la reforma: san León IX (1049-1054), Víctor II (1055-1057), Esteban IX (1057-1058) y Nicolás II (1059-1061). Se debe a este último el fundamental cambio en la legislación sobre las elecciones papales. En abril de 1059, convocó Nicolás II un concilio en la Basílica de Letrán. Uno de sus decretos concernía a las elecciones papales y estaba dirigido a terminar drásticamente con los abusos y escándalos que se habían tantas veces verificado en ocasión de ellas. De dicho documento se hicieron dos recensiones: la auténtica —la papal— pasó al Decreto de Graciano, entrando así a formar parte del Derecho Canónico; la otra era favorable a las pretensiones intervencionistas de los emperadores germánicos y, por tanto, claramente apócrifa. El decreto lateranense fue recogido por Nicolás II en forma de bula, que comienza con las palabras In nomine Domini y lleva la fecha de 13 de abril de 1059. En ella se advierte la influencia de Hildebrando, Pedro Damián y Humberto de Silva Cándida, los grandes adalides de la reforma.

En virtud de lo establecido por el concilio y por la autoridad del papa, en lo sucesivo la elección de un nuevo pontífice romano estaría a cargo exclusivamente de un colegio electoral restringido a los padres cardenales. Los cardenales-obispos propondrían los candidatos y, juntamente con los demás cardenales harían la elección, la cual podría recaer en un no romano, aunque los candidatos romanos tendrían la preferencia. El resto del clero y el pueblo quedaban reducidos al papel de meros refrendarios, cosa que, por otra parte, habían sido frecuentemente en los últimos siglos y, a veces, ni eso. Debían limitarse, de ahora en adelante, a expresar su consentimiento a la elección ya hecha, la cual podía, asimismo, tener lugar fuera de Roma si así lo consideraban oportuno los cardenales-obispos. En cuanto al emperador, ya no se hablaba de placet o confirmación: tan sólo se le notificaría la elección en nombre del “honor y reverencia a él debidos”. Aquí, pues, hemos de ver el antecedente más remoto del actual modo de elegir al Romano Pontífice, es decir, exclusivamente por los cardenales, y que sólo se ha quebrantado en ocasión de la elección de Martín V por el concilio de Constanza. Pero aún no se trata de cónclave propiamente dicho.

RODOLFO VARGAS RUBIO

(Fuente: InfoCatólica)

 

 

martes, 5 de marzo de 2013

Un poco de historia, ¿por qué no?



Dentro de pocos días conoceremos la fecha en la que se reunirá el cónclave de los cardenales que tendrán la misión de elegir al sucesor del papa emérito BenedictoXVI. Independientemente de nuestra obligación de orar para que el Señor ilumine al colegio cardenalicio en su tarea, resulta interesante hechar un vistazo a la historia relativa a los cónclaves. Aquí le inserto la primera parte de un trabajo realizado por un especialista en Historia de la Iglesia, Rodolfo Vargas Rubio. Anímese a leerlo.
 
UNA OJEADA A LA SUCESIÓN PAPAL EN LA HISTORIA (I)
Dentro de unos días habrá cónclave en la Iglesia para elegir al sucesor del Papa emérito Benedicto XVI.  Será el segundo del siglo XXI y, de momento, el último de una larguísima serie que se remonta al siglo XI y fue sólo interrumpida en 1415, cuando la elección de Martín V fue decidida por el concilio de Constanza y no por los padres cardenales, pues los que había pertenecían a tres diferentes colegios en pugna (el romano, el aviñonés y el pisano), aunque en 1429 fue convalidada por el cónclave reunido en Peñíscola tras la renuncia del papa de la obediencia aviñonesa Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz).
El cónclave no siempre fue la forma de elegir al sucesor de Pedro. Para empezar, el primer papa fue nombrado directamente por Nuestro Señor Jesucristo, que le dio el poder de las llaves personalmente. Fue la primera y última vez, pues las elecciones siguientes fueron dejadas definitivamente al criterio de la Iglesia, la cual, siendo institución divina compuesta por hombres, se ha venido regulando en la materia de acuerdo con las distintas circunstancias sociales e históricas.
Así pues, en los primeros tiempos del Cristianismo, en el contexto de religión perseguida, fue natural que el Vicario de Cristo señalara a algún clérigo de su confianza para sucederle a su muerte: es lo que se entiende por sucesión testamentaria. San Lino (67-76), designado por san Pedro, habría, a su vez, designado a su condiscípulo san Anacleto (76-88); éste a san Clemente I (88-97), preconizado obispo por san Pedro, y Clemente a san Evaristo (97-105). Este tipo de sucesión papal se hizo más esporádico a medida que se fue imponiendo el sistema de elección por la comunidad de la iglesia de Roma a partir de san Alejandro I (105-115). Sin embargo, aún en el siglo V el papa griego san Zósimo (417-418) fue elegido muy probablemente por indicación de su antecesor Inocencio I, a quien se lo había recomendado San Juan Crisóstomo.
Un intento de consagrar la designación testamentaria y el primer texto legal de regulación de la sucesión de la sede romana fue el decreto promulgado por el papa san Símaco (498-514) el 1º de marzo de 499, en el curso de un sínodo en San Pedro, en el que participaron 72 obispos de Italia. El Papa quería evitar con ello un cisma, como el que se suscitó en su propia elección un año antes, cuando, por injerencia del basileus Anastasio I, se le opuso un antipapa en la persona de Lorenzo, arcipreste de Santa Práxedes. En lo sucesivo cada papa establecería quién habría de sucederle. En caso de fallecer de improviso y sin haber podido indicar su voluntad al respecto, se procedería a la elección del nuevo pontífice por parte del clero romano con exclusión de los laicos. Estas normas, apenas se cumplieron. De hecho, a la muerte de Símaco, fue elegido unánimemente San Hormisdas (514-523) sin haber sido designado por aquél.
El último intento firme de hacer prevalecer la designación testamentaria fue el de Félix IV (526-530), que, sintiéndose enfermo e invocando el Decreto de Símaco, reunió al clero romano y al Senado, en cuya presencia impuso su propio palio al archidiácono Bonifacio señalándolo como a su sucesor. Efectivamente, un grupo de sacerdotes fieles al papa Félix eligió a Bonifacio II, pero otro grupo más numeroso de clérigos y laicos reunidos en la Basílica Julia le opuso a Dióscuro, aunque éste murió 22 días más tarde, acabando así el breve cisma. Bonifacio intentó, a su vez, designar al diácono Vigilio como su sucesor, pero en 531, pero chocó con la oposición frontal de la corte de Rávena, donde residía el representante del emperador bizantino. El papa Agapito I (535-536) se opuso al Decreto de Símaco, que finalmente fue abandonado por el papa Vigilio (537-555), el cual aceptó por debilidad la injerencia del poder político.
En efecto, el emperador Justiniano I, que ansiaba reconstituir el Imperio Romano en su integridad, se sentía con el derecho a decidir sobre la elección del obispo de Roma, al que consideraba el más alto funcionario imperial en Occidente. En 554 hizo publicar su Pragmática Sanción, mediante la cual asociaba al papa al gobierno político de la Italia bizantina y aumentaba el poder de los obispos frente al de los funcionarios civiles del Imperio. Como lógica consecuencia, tanto el nombramiento del Romano Pontífice cuanto el de los obispos debían someterse desde entonces al placet imperial.
Un intento tardío –y fallido– de designación testamentaria fue el de Celestino III (1191-1198). En la Navidad de 1197, el nonagenario y valetudinario pontífice reunió a los cardenales para anunciarles su intención de abdicar, a condición de que eligieran como sucesor suyo al cardenal Juan de Santa Prisca, su más próximo colaborador y hombre de confianza. Los príncipes de la Iglesia rechazaron la idea y pocas semanas más tarde el papa murió. Fue elegido en cónclave el cardenal Lotario de los Condes de Segni, precisamente quien menos se hubiera esperado el difunto, que lo había mantenido relegado de la Curia Romana debido a una antigua rivalidad entre las familias de ambos (Orsini y Conti). El nuevo papa, que tomó el nombre de Inocencio III (1198-1216), fue el más poderoso de toda la Historia de la Iglesia.
Mucho más reciente es el caso del venerable Pío XII (1939-1958), el cual, aunque elegido normalmente en cónclave, fue concienzudamente preparado por su predecesor Pío XI (1922-1939), de quien era secretario de Estado, para sucederle. En efecto, el papa Ratti –cosa inusitada en aquella época para el colaborador más directo del Sumo Pontífice– hizo viajar al entonces cardenal Pacelli por las dos Américas y Europa con el claro propósito de hacerlo conocido y entrenarlo. Además, no escondía su predilección por el que consideraba abiertamente su delfín. Solía decir en público, refiriéndose a él: “Farà un bel Papa” (“Será un gran papa”). Aunque no se pueda hablar estrictamente de una designación testamentaria, lo cierto es que el plan de Pío XI dio resultado.
Ya se ha visto cómo san Alejandro I (105-115) fue elegido libremente por la comunidad cristiana de Roma, apartándose así la sucesión papal por primera vez de la designación testamentaria. Durante los siguientes trescientos años la elección del obispo de Roma por su clero y pueblo funcionó más o menos regularmente, a pesar de algunas divisiones. Ello respondía a la romanización de la sede de Pedro, que no vio inconveniente en adoptar las tradiciones de la civilización antigua, uno de cuyos aspectos más importantes era el consorcio del Senado y del pueblo romanos, plasmado en el famoso acróstico S.P.Q.R. (SENATVS POPVLVS QVE ROMANVS). Incluso en época imperial, este ideal de la República era formalmente respetado. Ahora bien, el clero de Roma fue asimilado al Senado, en tanto su feligresía lo era al populus. Era, pues, natural que clero y pueblo eligieran a su obispo. Este sistema quedó mediatizado por la Pragmática Sanción de Justiniano de 554, la cual acabó, además, con el Decreto de Símaco.
Antes de que el basileus bizantino se arrogase formalmente la prerrogativa del placet imperial a la elección papal hecha por el clero y pueblo romanos, ya había habido el antecedente de una suerte de confirmación en forma de carta que envió el emperador Valentiniano II al prefecto Piniano tras la exaltación de san Siricio (384-399) a la sede romana. Por su parte, Odoacro, rey de los hérulos, el conquistador de Roma en 476, había reivindicado su intervención en la elección papal y, a la muerte del papa san Simplicio en 483, había enviado a Roma un plenipotenciario con un decreto presuntamente firmado por el difunto pontífice, en el que se establecía que, en lo sucesivo, la elección de un nuevo papa debía ser consultada con los delegados reales. Los electores dieron por bueno el documento y nombraron a un patricio romano de la familia de los Anicios: Félix III (483-492), el cual recibió el placet regio de Odoacro. Muerto éste, los reyes ostrogodos, que dominaban ahora en Italia, reivindicaron lo que consideraban el derecho de intervención real reconocido por Simplicio y lo ejercieron en algunas elecciones. Tras la caída de los ostrogodos en 553 por obra del general bizantino Narsés, la injerencia política en la designación del obispo de Roma fue monopolio del basileus de Constantinopla.
La espera de la aprobación imperial hizo en muchas ocasiones retardar más de lo conveniente la consagración de un nuevo elegido como Papa, lo que fomentaba las diatribas e intrigas cuando no los desórdenes, que habían de ser reprimidos por la milicia. Poco a poco fue ésta adquiriendo carta de ciudadanía como tercer elemento concurrente en las elecciones papales. Al lado del clero y del pueblo, el ejército comenzó a intervenir también en ellas, como quedó patente en la del papa Juan V (685-686). El problema de la demora de la confirmación imperial se había puesto de manifiesto en las consagraciones de San León II (682-683) y San Benedicto II (684-685), que tardaron respectivamente dieciocho y once meses. La consideración de los gastos y la pérdida de tiempo ocasionados movieron al emperador Constantino IV Pogonato a delegar con carácter permanente su derecho personal en el exarca de Rávena, que hasta entonces había obrado sólo con la expresa autorización imperial dada cada vez. De todos modos, también la confirmación del exarca se hizo esperar en más de una ocasión.
A principios del siglo VIII el emperador el emperador Justiniano II, enemistado con el exarca, le arrebató el privilegio de confirmación de los papas electos. Por eso vemos a León III Isáurico darla inmediatamente desde Constantinopla a San Gregorio III (731-741). Por otra parte, el Exarcado de Rávena y la Pentápolis fueron asediados en este tiempo por una nueva potencia que había surgido en el norte: el reino longobardo. El sucesor de San Gregorio III, el griego Zacarías (741-752) fue consagrado sin pedir ni esperar ninguna confirmación. Por lo demás, el emperador Artavasdes, concentrado en conservar el poder que había usurpado, se había desinteresado por completo de la suerte de la Italia bizantina. Justamente bajo el pontificado de Zacarías ocurrió un hecho capital que iba a determinar el futuro del Papado e influiría en el sistema de elección de los romanos pontífices: el reconocimiento de Pipino como rey de los Francos y la famosa donación de 756.
RODOLFO VARGAS RUBIO
(Fuente InfoCatolica)
 
 

lunes, 4 de marzo de 2013

Los días previos al cónclave

El momento es propicio para pedir al Espíritu Santo su asistencia sobre el colegio de Cardenales que deberán elegir al nuevo Pastor de la Iglesia.

Dando gracias a Dios por el Pontificado de Benedicto XVI, toda la Iglesia, y más en Cuaresma, ha de vivir estas semanas en oración de petición por el nuevo Papa que Dios nos conceda. Es palabra de Cristo: «Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13).

Sabiendo que no podemos encontrar mejor guía para la oración que la propia liturgia de la Iglesia, InfoCatólica ofrece a sus lectores como ayuda para sus oraciones las de la Misa para Elegir un Papa.

Antífona de entrada

Yo me suscitaré un sacerdote fiel,

que obre según mi corazón y mis deseos –dice el Señor.

Oración colecta

Oh Dios, Pastor eterno,

que gobiernas a tu grey con protección constante,

te rogamos que, por tu misericordia infinita,

concedas a la Iglesia

un pastor que te agrade por su santidad

y sea útil a tu pueblo

por su vigilante dedicación pastoral.

Por nuestro Señor Jesucristo.

Oración sobre las ofrendas

Te rogamos, Señor,

que, por estos dones sagrados,

derrames sobre nosotros la abundancia de tu amor,

para que podamos tener la alegría

de ver al frente de tu Iglesia

un pastor según tu corazón.

Por Jesucristo nuestro Señor.

Antífona de comunión

Soy yo quien os he elegido y os he destinado

para que deis fruto,

y vuestro fruto dure –dice el Señor.

Oración después de la comunión

Renovados con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo,

sacramento de nuestra salvación,

te suplicamos, Señor,

nos llene de alegría la elección de un pastor,

que con sus virtudes sirva de ejemplo a tu pueblo

e ilumine los corazones de los fieles

con la verdad del Evangelio.

Por Jesucristo nuestro Señor.

(Fuente: InfoCatolica)

viernes, 1 de marzo de 2013

Intenciones del Santo Padre para el mes de marzo

Intención General: Para que crezca el respeto por la naturaleza, con la conciencia de que toda la creación es obra de Dios confiada a la responsabilidad humana.
Intención Misionera: Para que los obispos, los presbíteros y los diáconos sean incansables anunciadores del evangelio hasta los confines de la tierra.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...