lunes, 18 de abril de 2011

LUNES SANTO - Una meditación oportuna


No está demás en esta semana, tomarse un rato de tiempo para hacer una breve meditación sobre el sentido de cada uno de los días llamados "santos". Los textos que formarán parte de esta secuencia semanal pueden ayudarte, y Dios quiera que puedas agradecérselo por haberlos encontrado. Te deseo una "semana santa" de mucho provecho espiritual.

Lunes-envidia y tiempo

Un cristiano abrió el misal y se metió en el Evangelio del lunes santo, Juan 12,1-11: «Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume». Una envidia súbita, inopinada, estremeció la médula del cristiano, invadido por el deseo de imitar a María y cobró una agudísima conciencia de su alopecia de antiguo conocida. Ni cabellera ni frasco con perfume. Se sintió vacío y perplejo, como si nada pudiese hacer por agasajar a Jesús en aquella agridulce celebración: Lázaro había resucitado, pero a Jesús se le buscaba para darle muerte. Y por si fuera poco, Judas estaba allí, para babosearlo todo con su aparente amor a los pobres. Era ladrón y traidor.

¿Qué podía hacer el cristiano sin cabellera y sin perfume? La verdad es que envidiar lo ajeno es siempre una bobada colosal. Tanto más si es algo específico del sexo complementario. Algo debo de tener yo que pueda emular a María, a mi manera. Lo que agradece Jesús no es la cosa, sino la atención, el detalle, el cariño, la delicadeza, el desprenderse de lo valioso por amor a Él. Puedo, por ejemplo, empezar diciéndole: «te quiero tanto como María, pero no sé cómo decírtelo o manifestarlo». Puedo buscar modos equivalentes. ¿Qué tengo entre mis cosas que yo tenga como exclusivo mío, aprecie mucho y sin embargo pueda poner a disposición de Jesús o de uno de sus representantes, los más necesitados? Si no le hace falta, ya me lo dirá. En todo caso, lo que valdrá no es la cosa, sino el amor con que se lo ofrezca. Quizá una mayor dedicación a mi familia, o a mi trabajo, o a otros que necesiten más de mi tiempo y yo se lo pueda dar sin incumplir otros deberes. Quizá sea éste uno de los regalos más valiosos:
el tiempo. Él, que es eterno –concebido en la eternidad en el seno del Padre Eterno-, ha entrado en el tiempo y lo comparte con nosotros y le da a cada minuto «vibración de eternidad» (San Josemaría). Jesús me ha dado, me está dando continuamente su tiempo. Al darme su gracia, me hace partícipe de su vida y, en consecuencia de su eternidad. «El hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad.» (Juan Pablo II, Aud. Gen.
3.12.1997). Máximamente, al darme a comer su carne y a beber su sangre, me hace uno con Él. Así cada momento de mi vida adquiere un objetivo valor inmenso a la mirada eterna. Mi corazón, eso es lo que desea y deseo, mi corazón, eso le daré: todo el tiempo, todo el tiempo de mi corazón. Cada minuto henchido de eternidad, lleno de algo bien hecho, dentro de mis talentos, dotado de sentido trascendente, que para eso soy criatura a imagen y semejanza de Dios, redimida por Cristo y por eso capaz de crear sentido divino para las cosas y para mis actos.

Haré como Lázaro, le daré conversación a Jesús: escucharé y contaré. Me interesaré por sus cosas y le manifestaré las mías –mías, suyas, todas son suyas y mías-, por sus sentimientos, intenciones, horizontes, proyectos en el tiempo y en la eternidad… Haga lo que haga, estaré pendiente de Él y me daré cuenta de que Él está más pendiente de mí que yo de Él; que soy destinatario de todo su amor, de todo lo que ha hecho y de lo que va hacer en la tierra. Le seguiré a dondequiera que vaya. Le invitaré a acompañarme a dondequiera que yo vaya. Iré a donde Él desee. Le invitaré a sentarse siempre a mi mesa e iré a participar de su Mesa, la Misa, la Eucaristía. Crearé un vínculo entre mi mesa y mi Misa, entre la Eucaristía y toda la jornada. Mejor dicho, lo descubriré. Le dedicaré el tiempo que pueda, de verdad, a adorarle en el Sagrario –especialmente el Jueves Santo- y estudiaré el sentido de cada uno de los ritos y ceremonias litúrgicas del Viernes Santo y de Pascua de Resurrección, que no voy a perderme, porque actualizan, me ponen en contacto directo con el Misterio Pascual. Cuidaré mis genuflexiones ante la Eucaristía, dentro o fuera de la Misa, como un hombre, con la rodilla en tierra sin movimientos grotescos, sin caricaturas de gentes desamoradas. Me sentaré en la iglesia no como si estuviera en un club deportivo, sino ante el Señor de los señores. Pasaré ratos de rodillas, imitando la oración de Jesús sobre las rocas de Getsemaní y en tantos otros lugares de Palestina.

En fin, seguiré dándoles vueltas y seguro que encontraré mil cosas más que pueda hacer cada día, emulando a esos grandes amigos de Jesús, Lázaro, Marta y María. Todo lo que Jesús es e hizo en el tiempo supera el tiempo, permanece (cfr. CEC 1085). Si yo vivo en Él, todo mi tiempo superará el tiempo. «A menudo el tiempo es poco estimado. Parece defraudar al hombre en su precariedad, con su rápido fluir, que hace vanas todas las cosas. Pero si la eternidad ha entrado en el tiempo, entonces al tiempo mismo se le debe reconocer un gran valor. Su continuo fluir no es un viaje hacia la nada, sino un camino hacia la eternidad. El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Se debe despertar incesantemente en el corazón humano el deseo de la vida y de la felicidad eterna…» Es preciso ayudar «a los creyentes y a los hombres de nuestro tiempo a dilatar su corazón a una vida sin confines» (JP II Audiencia general 10.12.1997). Es importante comer con la familia y de vez en cuando con los amigos.


Esto se lo puedo ofrecer a Jesús: un corazón dilatado a una vida sin confines, que en la aparente trivialidad de un comer juntos, vea un trasunto del banquete de las bodas de Dios con la humanidad, un momento que se integra en lo eterno porque participa de la eternidad del Verbo en quien, de quien y por quien yo vivo. La celebración del Misterio Pascual será el centro y culmen al que se oriente todo el vivir y así todo estará centrado en Él, henchido de vibraciones de amor eterno. La Misa será el generador de la vida sobrenatural que me permitirá dar sentido divino a todo lo humano. Y es lógico que esta semana, la Semana Santa sea a su vez el centro y el culmen de todo el año, tiempo eternizado gracias al Verbo y mi modesta correspondencia. 2005.

(Fuente: Conoceréis de verdad.org)


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