miércoles, 25 de julio de 2012

Los Signos Sacramentales - Su historia y significados

Nótese que en el título se añadieron las palabras: "su historia y significado", con el fin de orientar a los lectores que se interesan por este tema, para quienes esperamos que sea de ayuda. Sin embargo también será de utilidad para cualquiera que acceda al mismo y pueda así comprender y amar la liturgia.

Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 2 ª)

b) La plegaria en dirección al Oriente y con los ojos hacia el cielo.

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domine Iesu! (1), oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, es el Oriente, el Sol de Justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros -escribe San Basilio-, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pocos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria (orientarse es buscar el oriente como referencia) era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El Ordo Romanus lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens " pax vobis " et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicit "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus ." Et sequitur oratio (2) . Todavía algún tiempo después, un sacramentario gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem (3). Después su práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud ( ad caelum ) suspicientes oramus (4). Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... (5) invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini ( Proclamatio diaconi ) : Sursum oculos cordium vestrorum, Angeli inspiciunt (6). En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis (7).

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

a ) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe Sancte Pater, del ofertorio; al Súscipe, Sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar ( statím demissis oculis ) (8).

b ) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras “ Veni, Sanctificator omnipotens aeterne Deus”, en el ofertorio, al “ et elevatis oculis in coelum” que precede a la consagración y al “ Benedicat vos, omnipotens Deus” (9) , en la bendición final.

c) La oración de rodillas.

Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu Christi (10). Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum solo colloquebatur Deo et in genua provolutus, ea quibus opus haberet, supplici prece postulabat (11). Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, positis genibus (12) oró en Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo; San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio: cum genuflexione omnium fratrum (13). Por un motivo parecido es por lo que la rúbrica prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas invocaciones enfáticas: Veni, Sáncte Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella (14).

d) La oración con las manos juntas.

Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en los antiguos, salvo un texto de la Passio Perpetuae, escrita alrededor del 200. Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellam; et ego accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen (15).

La costumbre de las manos juntas nació en la Edad Media y muy posiblemente deriva de las formas de homenaje del sistema feudal germánico, según el cual el feudatario se presentaba ante su señor con las manos juntas, para recibir de él el signo externo de la investidura feudal. En el siglo XII se había ya popularizado. El cardenal Langton en el Sínodo de Oxford de 1222 recomienda a los fieles de estar “junctis manibus” a la hora de la elevación de la Hostia en la Misa.

El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo (colecta, secreta y postcomunión).

1.     “Ven, Señor nuestro. Ven, Señor Jesús”. Es la expresión aramea con su traducción al latín, adaptada a Nuestro Señor Jesucristo.

2.     Dirigiéndose el pontífice hacia el pueblo, diciendo “pax vobis” (la paz sea con vosotros) y girándose de nuevo hacia oriente, hasta que acabe. Después de esto, dirigiéndose de nuevo al pueblo, dice: “pax vobis” y girándose de nuevo a oriente, dice “oremus”. Y sigue la oración.

3.     Mirando hacia oriente.

4.     Esto mirando al cielo rezamos.

5.     Levantemos el corazón.

6.     Testamento del Señor (Proclamación del diácono): Los ángeles contemplan los ojos de vuestros corazones mirando hacia arriba.

7.     Con el rostro elevado al cielo y con las manos extendidas a la manera del que reza.

8.     a) Limpia mi corazón; Recibe, padre Santo; Recibe, Santa trinidad; A ti, pues; bajados luego los ojos.

9.     b) Ven, santificador omnipotente eterno Dios; Y elevados los ojos al cielo; Los bendiga Dios omnipotente.

10.                      Doblo mis rodillas hacia el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

11.                      En el lugar más recogido de su palacio, cada día, en las horas fijadas, encerrándose sin testigos que le viesen, hablaba él solo, sólo con Dios, y vuelto de rodillas, con ruego suplicante pedía aquellas cosas de las que tenía necesidad.

12.                      Puesto de rodillas.

13.                      Con la genuflexión de todos los hermanos (arrodillándose todos los hermanos).

14.                      Ven, Espíritu Santo; Salve, oh cruz; Salve, estrella del mar.

15.                      Texto de la “Pasión de Perpetua”: el pastor le dio como un bocado del requesón que ordeñaba; y yo lo recibí con las manos juntas y comí, y todos los presentes dijeron: Amén.
(Fuente: Germinans Germinabit)



miércoles, 18 de julio de 2012

Los signos sacramentales


Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 1ª)

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.

Los gestos de la oración son cuatro:

a ) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b ) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c ) La plegaria de rodillas.

d ) La oración con las manos juntas.

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz.

Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos, nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de asientos. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: “Sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae” (1) dice San Benito en el cap. 19 de la Regla. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos (cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), solamente al Gloria Patri. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en el venerable Rito Dominico. La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: “ Stetit Moyses in confractione” (2) . San Juan Crisóstomo observa: “Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae” (3). La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: “Nos vero non attollimus tantum, sed etiam expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo” (4). La vigésimo séptima de las Odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: “Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de Él; y mi postura erguida, el madero en pie. ¡Aleluya!”

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: “Debes in oratione tua crucem Domini demonstrare (5)”; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."

Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor. A veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida que en otras partes. La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.

NOTAS

1.     Hemos de estar en pie para cantar los salmos, a fin de que nuestra mente concuerde con nuestra voz.

2.     Se puso de pie Moisés ante la abertura (de la tierra que se tragó a Datán y a la asamblea de Abirán).

3.     El sacerdote no se sienta, sino que está de pie; estar de pie, en efecto, es signo de acción litúrgica.

4.     Nosostros en cambio, no alzamos tan sólo las manos, sino que las extendemos e imitando la Pasión del Señor al orar, confesamos a Cristo Señor.

5.     Debes en tu oración demostrar la cruz de Cristo.


lunes, 16 de julio de 2012

Los signos sacramentales

Capítulo 2º: La señal de la cruz

También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los demás ministros; se consagra, en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo. Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos gnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto tuo signo . Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos . Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones del demonio, como leemos en la Traditio : Signo frontem tuam signo crucis, ad vincendum Satanam .

Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aún en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar, al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter, idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et surgendo, cundo et quiescendo . La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se signaba maquinalmente en los momentos de peligro.

Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente sobre la frente, in fronte depingitur , según las visiones de San Juan en el Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum y tenía su expresión más augusta en el rito prebautismal.

De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a la que alude Prudencio (+ 410): Frontem locumque coráis signet .

Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.

La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su significado simbólico aparece claro.

En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio) y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXS = Jesús Cristo Salvador). Esta costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, la Admonitio Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte facere studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere . Podemos creer que fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.

Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.

El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos, trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose el movimiento de la izquierda a la derecha . Esta práctica, como devoción privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta la reforma piana del siglo XVI.

La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al nombre de Cristo.

Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis, miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium nostrum in nomine Domini... Domine labia mea aperies..., Deus in adiutorium meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!

No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia , de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición).

Eran de dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I, conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de altura.

La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos esquematizar así:

a) Es el sello ( signum ) de Cristo , que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco sentidos.

b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum? respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non erubescit de cruce Domini sui.

c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.

d) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas trinitarias).

e) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto, desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa gratiarum ; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos, el Magníficat y el Nunc dimittis.

f) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis resurrectionis . Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec munera, haec sancta sacrifícia illibata, y quizá también las otras después de la consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez un signo convencional; así, en el Ordo romano el subdiácono regional hace una señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo de la comunión y termine.
(Fuente: germinans germinabit)

miércoles, 11 de julio de 2012

Un relato ejemplificador

Nos hemos permitido incluir en este blog el siguiente aporte. Se trata de algo aleccionador que ilumina con claridad nuestra actitud como católicos ante la realidad de la muerte. Le sugiero al lector que no se amilane por lo extenso del texto. Es ameno y fácil de leer. Su lectura le aportará elementos indispensables para que, como cristiano, pueda ir en ayuda de otro, o bien para elaborar alguna situación personal que tenga similitud con el hecho relatado.

De cara a la eternidad:

Autor: P. M. (Profesor universitario de Filosofía y Teología en argentina) "La Gracia de Pablito"

"Toda la muerte reclama: ley es, no pena el morir. Este mundo en un tiempo se acaba" Esta frase, atribuida a Séneca, dice algo que nadie niega: al final la hora siempre llega.
El qué, el hecho de la muerte, todos lo compartimos. Lo que nos distingue acaso, sea más bien el cómo. Éste es el testimonio de alguien que se ha encontrado ante este Misterio, y lo ha acogido con fe y esperanza.

En los cursos de la universidad, es común que los alumnos me planteen sus cuestionamientos acerca de la cantidad de hijos que uno tiene. Sus reacciones van desde la mirada escéptica hasta la admiración cuando se enteran del número de hijos que integran mi familia. ¡Ocho! exclaman con una expresión mezcla de incredulidad y asombro. Siempre se plantea esto, especialmente cuando se da ese diálogo personal, tan necesario en las materias formativas de la Universidad, para entrar en un clima de confianza imprescindible. Son temas muy "calientes", "existenciales", "comprometidos" que requieren respuestas de idéntico tenor. Y una de esas respuestas que hace ya años he esbozado respecto al tema de los hijos empezó siendo una "ocurrencia", es decir, algo que se me ocurrió de repente y que ahora no sería temerario atribuir a algo superior. La inspiración del Espíritu Santo no es ningún mito para la fe católica. En las miles de horas de clase que he dictado varias veces me he encontrado diciendo cosas que jamás las había pensado y que siempre me pregunto de dónde salieron. Una de esas "ocurrencias" la planteaba más o menos así: Dice el lugar común que se traen hijos al mundo.
Pues bien, eso en realidad  no es tan así. El mundo es algo pasajero, transitorio, no es el lugar definitivo de nuestros hijos (tampoco el nuestro). En realidad traemos hijos para la eternidad. Tenemos hijos con destino de eternidad, no con destino mundano. Esto no es lo definitivo. No están destinados a la muerte. Lo definitivo es lo eterno, el mundo de lo sobrenatural, lo que no es de este mundo (ni tampoco extraterrestre o extraplanetario). Cada hijo es un destinado a lo eterno. Para decirlo de una vez: cada hijo está destinado a Dios. Todo padre católico tendría que tener esto absolutamente claro. Especialmente para entender la insistencia de la Iglesia Católica sobre la generosidad que deben   tener los esposos en la transmisión de la vida. Esto era uno de los aspectos de la "ocurrencia" de la que hablo. Era algo que "me salió un día, así,   en una clase y no me olvidé más de decirlo. ¿Por qué lo decía? No lo tenía tan claro. Y encima, había otra cosa que decía que sonaba más raro todavía. Hablaba de una póliza de seguro que nadie, absolutamente nadie, se atrevería a firmar: nadie puede asegurar que va a morir antes que sus hijos. Nadie puede asegurar que, como dice la ley de la naturaleza, los hijos van a enterrar a sus padres, porque eso es lo natural, lo que debe ser, lo que está en la naturaleza de las cosas, en definitiva, lo que está bien (aunque la muerte de cualquier ser querido siempre nos duela). ¡¿Por qué decía esto último? Nunca lo supe con certeza... hasta ahora.
Lo extraño de todo esto es que tenía una rara sensación al decirlo, nunca lo expresé, nunca dije nada, pero esa sensación me acompañaba al terminar de decir estas cosas en las clases. Y esa sensación me decía en lo más profundo que "Alguien" me iba a cobrar esa extraña e infirmable póliza. Alguien me iba a pedir vivir la terrible posibilidad de lo que decía. Vivir lo que decía... Vivir-lo-que-decía. Claro, ¡qué fácil es decir las cosas sin el compromiso de vivirlas! ¡Qué fácil es hablar, qué fácil salen a veces las palabras. ¡Qué fácil! Incluso lo escribí. No esto. No así. Pero sí escribí sobre el dolor, escribí sobre la Cruz, lo que todo esto significa para el cristiano y para la esencialidad de lo cristiano, de lo católico. Está en mis libros de teología. Está escrito. Está impreso. Sin la Cruz, sin el dolor, y sin la Resurrección, el cristianismo es ininteligible. No se entiende nada. Nada de nada. En el mejor de los casos, reducimos a Cristo a una especie de filósofo moral. Y ya se sabe que reducir a Cristo a eso es la muerte del cristianismo. No necesitamos más filósofos (de "filósofos" estamos hasta acá), necesitamos un Redentor, un Salvador. Y Cristo dio vuelta el dolor, porque de una manera revolucionaria nos muestra un dolor no solamente como dijeron los paganos (y hasta ahí llegaron), sino una ocasión para aprender. Ya no se trata de ser solo algo que nos hace madurar. Se trata de que ahora el dolor no solo enseña sino que encima salva, y salva eternamente. Y también ¡qué fácil suena esto! ¡Qué fácil es escribirlo, no sólo decirlo, también escribirlo! ¿Qué "arriesgaba" al decirlo? ¿Qué "arriesgaba" al escribirlo? ¿Qué ponía en juego? En definitiva, ¿qué vivía de lo que estaba diciendo?
Siempre un profesor, especialmente cuando se trata de materias como estas, sufre la sensación de la enorme desproporción entre la propia miseria personal y la grandeza de lo que esta enseñando. Me ha pasado siempre. Continuamente. Todo el tiempo. La verdad católica es algo tan inmenso, tan desproporcionado enfrentada a la sabiduría meramente humana, que siempre nos pasamos repitiendo aquello de San Pablo: "Llevamos este tesoro en vasos de barro para que se vea que el poder extraordinario viene de Dios y no de nosotros" (II Cor 4, 7). O eso otro de Messori en su Apostar por la muerte: "Escribo, pues, a disgusto, angustiado por el terror al moralismo, máscara hipócrita e inhumana del moderado, que se permite pontificar acerca del dolor del prójimo mientras se fuma un buen habano en la sobremesa de una buena comida" (p. 56). Pues bien, unos ya lo saben pero aquellos que no me conocen quizás ya hayan adivinado que ese Alguien se cobró la póliza, que lo que yo escribí o dije un día en las clases de la universidad ya no son palabras en el viento, no son 'flatus vocis" como diría un rabioso nominalista, ya no se trata de tinta o toner impreso en un papel. Se trata de un hecho.
Ya no soy el moderado del que habla Messori que discurre acerca de "teoremas teológicos sobre el dolor. Ya no puedo serlo. En esa extraña letanía repetía: "Yo traigo hijos para la eternidad". Pues eso, queridos amigos, es para mí ya un hecho, un hecho tremendo, algo cuya premonición pareciera haber estado enquistada en las oscuridades (o luminosidades) de mi alma, algo que apareció de una manera brutal, inesperada, para golpearnos con la fuerza de una maza en lo más profundo del corazón. Hace ya más de un año, toda esta extraña letanía se me ha hecho carne, se ha hecho vida, se ha hecho existencia, se ha hecho ser. Hace ya más de un año mi hijo Pablito, de 15 años, murió en un accidente en el campo de sus abuelos. Hace ya más de un año una inmensa mole de hormigón se le cayó encima y lo mató. Decía André Malraux: "El hombre nace cuando, por vez primera, susurra ante un cadáver: ¿por qué?". ¡Habré, entonces, nacido un martes 13 de enero del 2004?
No es natural que un padre entierre a su hijo. No, no es natural. Pero los cristianos sabemos que no todo se termina en lo natural. Sabemos que hay una dimensión sobrenatural que lo cambia todo. Esto es así. Lo sobrenatural lo cambia todo, todo, absolutamente todo. Lo humano ya no es "solo" humano. Nada es igual visto con los ojos de lo eterno. Y en medio de todo este dolor uno se va dando cuenta de que esto es un regalo inmenso, sí, es cierto, un regalo que duele como si te arrancaran un pedazo de corazón, (en realidad, esa es la sensación "física" que uno siente, que te arrancan un pedazo de tu corazón, esto lo he hablado con otras personas que han perdido a sus hijos) pero -a la luz de Cristo- es un don, una gracia. La gracia no te ahorra ningún dolor, es lacerante, pero como también fue el dolor redentor de Cristo y el dolor corredentor de la Virgen.
Y todo esto ha sido una lluvia de gracias sobre todos nosotros. Cristo no vino a eliminar el dolor (por lo menos en esta etapa peregrinante). No vino a dar una explicación sobre el dolor. No vino a destruir la Cruz sino a extenderse sobre ella (P. Claudel). No destruyó el dolor sino que vino a transformarlo. Y yo soy testigo de eso. Tengo toda la sensación de que mi familia y yo hemos sido considerados dignos de sufrir este dolor. Todos los días doy gracias por tener fe, pero pido también todos los días ser sostenido en ella. Vivo todo esto como una gracia, como un don y... también como expiación. Y para aquél que piense que todo esto que digo es una especie de "chicana" psicológica para zafar puedo contarles que todos los días que recuerdo a mi hijo siento que se me clava un dardo en el corazón. Para los que tengan la tentación de apelar a explicaciones sobre "delirios místicos" y cosas por el estilo, simplemente sepan que tengo muy presente todo lo que viví en esas horas terribles. Como cuando iba por los pasillos del hospital municipal de Necochea diciéndoles a las dos personas que tenía a mi lado (y que estaban ahí porque creían que me iba a caer a pedazos): "Voy caminando hacia el momento más terrible de mi vida".
Sí, lo dije con una conciencia tan clara que aún hoy me sorprende: "Voy caminando hacia el momento, más terrible de mi vida", de toda mi vida. Lo que vi allí no podré sacármelo nunca más de mi cabeza. Dicen que la memoria es selectiva. Yo no creo demasiado en eso. ¡Maldita memoria! A veces desearía que ciertas imágenes, ciertos datos se me perdieran para siempre. Pero Dios sabe por qué los recuerdo. Lo que vi ahí estará en mi memoria para siempre y cada vez que lo traiga, cada vez que lo recuerde, cada vez, me dolerá casi como la primera vez, partiéndome el corazón como la primera vez. ¡Y cómo me duele, casi más que haberlo visto así, el no haberlo besado, el no haberle dado la bendición, como hice casi todos los días de su vida! ¡Cómo me duele, Dios mío! No fui lo suficientemente fuerte como para saber qué tenía que hacer. Sí, es cierto, le pasé la mano por su cabeza mientras le decía. "¡Pablito, Dios mío, Pablito! Pero "me olvidé de besarlo y bendecirlo. Siempre me acuerdo dolorosamente de ese momento de debilidad. Pero sé que a Pablito eso no le importó. Seguramente, como dijo Agnes, Pablito ya sabe...", "Pablito, ya entiende..."
¿Qué clase de religión es la católica? ¿Acaso una religión que nos sirve simplemente para enterrar bien a nuestros muertos? ¿En qué creemos realmente cuando enterramos a alguien amado? ¿Acaso nuestra fe es una muleta que al mejor estilo de los toxicómanos utilizamos para soportar lo insoportable de esta vida? ¿Y cuando el tiempo va curando heridas, vamos dejando esa fe de lado a la manera que un inválido que se restablece va dejando las muletas? Si las palabras de Cristo a la hermana de Lázaro no son reales pues entonces todo el cristianismo no es más que la mentira más grande de la historia (Nietzsche). Y entonces, mi hijo está más muerto que nunca. Pero Cristo le dijo a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás. ¿Lo crees tú?" (Jn. 11, 25-26). ¡Lo crees tú, cristiano? ¿Lo crees tú que entierras a tus muertos? ¿Rezas por tus muertos? ¿Puedes ofrecer por ellos para que ellos puedan purificarse más rápidamente en aquello que los católicos llamamos purgatorio? ¿O tus muertos ya están bien muertos para siempre? ¿Lo creo yo, cristiano?
Y entonces aparece el cristianismo como ese orden milagroso sobrenatural que nos permite respirar el aire puro fuera de la "cárcel" de la naturaleza, fuera de ese mundo pagano que cree que todo se termina ya aquí, o que en el mejor de los casos nos hace creer que nos disolvemos en el polvo cósmico panteísta. Cristo no es un fundador de religión más. No es simplemente "el predicador de Dios. Es Dios mismo conduciendo a los hombres a la realidad más profunda. A diferencia de cualquier otra "construcción religiosa" (y por lo tanto, mera invención humana) el cristianismo tiene un carácter específicamente sobrenatural, gracioso y anormal. No es la normalidad del hombre en busca de lo divino como pasa en todas las religiones falsas inventadas por el hombre. En el cristianismo es lo divino lo que se mete en la historia humana de manera definitiva y total, para hacernos partícipes de lo divino. "Dios que se hace hombre para que el hombre se haga Dios".
Cristo nos está simplemente diciendo "esperen", "no pierdan la esperanza porque yo soy la esperanza y porque ustedes van a volver a verlos, a ellos, a los que lloran", "esto no es lo definitivo", "el dolor no tiene la última palabra" "yo he transformado de tal manera que vuestro dolor es esa escalera para la felicidad".
Y también escucho que Él me dice al oído, despacito: "Os di un muchacho que, en su breve tiempo terreno, siempre demostró tener más signos de vivir para el Cielo que para la Tierra. A quien le quito le devuelvo; no importa si en la Tierra o en la eternidad, pero Yo restituyo todo. Y os devolveré cada criatura, todas las que os tomo para llevarlas a lugar seguro y porque necesitaba de esa criatura en lo alto; del mismo modo que necesito de todos vosotros en la Tierra para que llevéis el amor, para que seáis la sal, la luz, para que seáis la salvación de un alma, por lo menos. En las oscuras horas del dolor mirad más allá seréis consolados. Trazad un puente desde la Tierra al Cielo. Mirad al Cielo y pensad en cuándo lo alcanzaréis, cuándo volveréis a ver a vuestros amados, que parecen perdidos. Parecen perdidos. Pero no es así. Están vivos en Mí, vivos, invisibles, amorosos, presentes en vosotros. Os sonríen y os aman con un amor perfecto: os esperan y os estrecharán con el corazón". (La Palabra continúa en los signos de los tiempos -palabras de Nuestro Señor a un alma escondida-, diciembre 1977).
Cuando empezaron a llegar todos aquellos que nos quieren, y nos quieren bien, en esos días inolvidables del velorio en el campo, en nuestra casa en el Tigre y finalmente en el cementerio, en ese "lugar de dormición" (eufemismo que no tiene nada que ver con la negación de la muerte de la sociedad moderna sino con la esperanza de que nuestros muertos no están definitivamente muertos), todos nos acompañaron con su presencia, algunos con sus palabras; otros, imposibilitados de decir algo, lo hicieron simplemente con sus miradas que lo decían todo. Muy pocas frases "de circunstancia", pocas, muy pocas... La gente se portó diez puntos... pude ver muchos cristianos, gente con fe católica. Y decir: "Gracias, Dios mío, por este dolor inmenso, enorme, desgarrante. Gracias porque este dolor me permitió descubrir el amor en muchos rostros" ¡Ni qué decir el de aquella que me ha acompañado siempre hace ya casi veinte años! Pude sentir toda su fuerza de madre dolorosa.
Y entre aquellos "lugares comunes" que a uno le dicen en esos momentos, (pocos, muy pocos, como dije) hubo uno ante el cual mi interior se rebelaba. Uno ante el cual sentía un indescriptible malestar. Algo no estaba bien. "¡Qué desgracia!" "¡Qué desgracia, Pablo!", me decían. ¡Pobre! En realidad quien me lo decía, lo hacía de todo corazón y con la mejor de las intenciones, pero yo no podía evitar sentir un sordo rechazo en mi alma.
Para mi las palabras tienen su "peso". Y si a la palabra "desgracia" la buscamos en el diccionario nos daremos cuenta de que en realidad no existen las desgracias, los que existen son los desgraciados. Si el tsunami del Indico hubiera ocurrido hace millones de años, ¿qué habría pasado? Pues, simplemente ... nada. Ningún muerto, ningún drama, ninguna tragedia, ningún "milagro"... Bueno, en realidad, sí, algo habría pasado: la isla de Sumatra se habría corrido 30 cm de su lugar. Y eso ¿a quién le importa? Pero, es que es lógico, la isla no es "alguien", es algo.
Por lo tanto, toda desgracia le sucede a alguien. Alguien es desgraciado, no algo. Incluso en el campo tenemos un verbo para esto. Decimos que alguien "se desgració". Siempre en carácter reflexivo. Sobre alguien cae la desgracia. Y cuando me decían "¡qué desgracia!", había algo dentro mío que decía: "¡No, no es así! ¿De qué me está hablando? ¿De que soy un desgraciado?, ¿de que mi familia es desgraciada?, ¿de que Pablito era un desgraciado?". Y la pregunta se me vino una y otra vez: ¿Era Pablito un desgraciado? ¿Era Pablito un desgraciado? El hombre moderno, el hombre "natural" habría contestado sin dudar: ¡sí, por supuesto!, ¿o querrás negar lo evidente? ¿No lo ves? ¿No ves que se "malogró"? "¿No ves que tenía toda una vida por delante?".
Para nosotros que miramos la existencia desde nuestra pequeña y estrecha "ventanita" temporal parecería que lo único que tendríamos que hacer es darles la razón a estas personas tan "lógicas". Pero los católicos sabemos que para Dios no hay "vida por delante" ni "vida por atrás". No hay tiempo, sino un eterno presente. Y a mí me venía una y otra vez aquello de lo natural y lo sobrenatural y cómo lo sobrenatural lo cambia todo. Y para Dios cada uno tiene su tiempo. Para Dios cada uno tiene un propósito. El dogma católico de la providencia de Dios es fundamental para entender esto. Pablito ya había cumplido acá todo lo que tenía que hacer. Dejemos que los incrédulos y ateos dibujen en sus rostros sonrisas irónicas y cínicas. Dejemos que nos tachen de "místicos". No importa. De esos ya dijo Nuestro Señor: "No se dejarán persuadir, ni aun cuando alguno resucite de entre los muertos" (Lc 16, 31). Por lo tanto, ¿de qué desgracia estamos hablando? Y yo estaba pensando en la única desgracia que nos debe importar, aquella que no depende de criterios meramente humanos, sino de aquella que habla de la ausencia de lo divino sobrenatural en nosotros. La única y verdadera desgracia importante es la que expulsa a Dios de nuestra alma. "Porque el que se salva sabe y el que no, no sabe nada". Y todo el tiempo también me venía lo de Fray Pedro de los Reyes:
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo que morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme
Triste cosa será, pero posible.
¡Posible! ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
¡Loco debo de ser, pues no soy santo!
En ese sentido, la respuesta a la pregunta era relativamente fácil. ¿Era Pablito un desgraciado?
Dejemos de lado la cantidad de cosas que me contaron en esos días sobre Pablito (muchas de ellas ni las sabía). Cosas especiales de un chico especial. Solo recordemos dos que nos pueden servir para contestar a la pregunta. Aquella de unos meses antes del accidente, cuando Pablito le dice a Agnes: "¿Sabés una cosa? No dejé de comulgar ningún domingo desde que hice la Primera Comunión". Y esa otra, cuando estábamos en la mesa de casa, comiendo, y alguien preguntó qué era un pecado mortal. Y Dolores, además de la definición de rigor, dio algunos ejemplos. Pablito se quedó pensativo unos segundos, y después largó aquello de: "¡Pero, mamá, entonces eso es muy difícil que se dé!". Y uno que se queda mirándolo medio turulato y pensando: "Quince años y esa inocencia. ¡Ojalá yo la hubiera tenido y conservado a esa edad!". Y volvemos a ver esas sonrisas irónicas diciéndonos: "¡Claro! Eso pasa cuando no conocen de la vida y viven en una campana de cristal". Pero Pablito sabía perfectamente de qué estaba hablando. Conviviendo con sus compañeros del Nacional de Vicente López, Pablito no necesitaba precisamente lecciones de "realidad". Y ya que hablamos del Vicente López, no dejó de llamar la atención el silencio impresionante que hizo todo el patio con 800 alumnos el primer día de clase, cuando anunciaron públicamente su muerte. Un silencio que ni siquiera San Martín o Belgrano con todos sus oropeles o los esfuerzos de los celadores pudieron lograr en las fechas patrias. Ese fue otro de los "milagros" de Pablito.
Así que lo de Pablito está claro. Pero, enseguida viene la otra: ¿y nosotros? ¿Acaso nuestra familia no es desgraciada? No pienso meterme en la conciencia de cada uno. No corresponde. Cada uno sabe en qué anda. Pero sé, sí algunas cosas. Sé, sí lo que son unos verdaderos desgraciados y sí sé lo que son los verdaderos agraciados. Y no dudo en poner a mí y a mi familia entre estos últimos. ¿Cómo podemos sentirnos desgraciados si tenemos la Fe verdadera? ¿Cómo podemos ser desgraciados si tenemos una Patria como ésta? ¿Cómo podremos decir que la desgracia ha caído sobre esta casa, si podemos vivir en nuestra familia un dolor tan grande como éste y verlo como una gracia transformante, como un don? Ni qué decir de la manera en que Dios, de manera misteriosa, nos ha hecho llegar algunos "regalitos" que nos han conmovido hasta las lágrimas. ¿Cómo podemos decir que somos desgraciados si tenemos una familia como ésta en la que se nos ha enseñado la potencia del amor gratuito? No solo no somos desgraciados, sino que somos agraciados, y porque somos agraciados debemos ser profundamente agradecidos.
(Fuente: El sentido busca al hombre.com)

martes, 10 de julio de 2012

Estamos seguros que estos temas les pueden interesar, ya sea que quien los lea los  aproveche como estudioso, o sea que lo haga  por simple curiosidad. De todas maneras nuestra meta es despertar el interés por ellos, ya que son un  medio a través de los cuales se hace presente la acción del Espíritu Santo en  la Sagrada Liturgia. Al mismo tiempo ayudará a comprender la Liturgia en todo lo que tiene de acción sagrada.
La fuente de estos temas es el blog: germinans germinabit


Capítulo 1º: Los gestos sacramentales
A) LA IMPOSICIÓN DE LAS MANOS

Los gestos sacramentales son dos:
A) La imposición de las manos
B) El signo de cruz

a) La imposición de las manos

El gesto más importante, el primero entre todos los gestos litúrgicos, explícitamente elevado a dignidad sacramental, es la imposición de las manos (keirotonìa) que constituye un elemento esencial en la administración de la Confirmación y en el Orden. Los Hechos de los Apóstoles indican expresamente que los apóstoles invocaban al Espíritu Santo sobre los nuevos bautizados (neófitos) y consagraban nuevos ministros del culto “imponiendo las manos” (Act. 8,17- Act. 13,3)

Pero en la liturgia de la Iglesia antigua ese gesto era también utilizado en el ritual de los otros sacramentos, incluida la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos al bautismo; en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes: la frase “imponere manum in poenitentiam” era ya antigua en tiempos de San Cipriano (+258); en la celebración de la Eucaristía: “imponens manum in eam (oblationem) cum omni presbiterio ” prescribe la Traditio para el obispo neoconsagrado (que imponga las manos sobre la ofrenda con todo el presbiterio); en la unción de los enfermos: Orígenes traduce el texto de Santiago “orent super eum” (oren sobre él) diciendo “imponant ei manum” (imponiéndole las manos).

Pero también en muchos otros ritos extra sacramentales la imposición de las manos tenía y tiene todavía una amplia aplicación. La encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de abades y abadesas, en los exorcismos, en el Canon de la Misa y en muchas bendiciones, tanto que en no pocos textos antiguos el término “bendecir” equivale a “imponer las manos”. Podemos decir que a comienzos del siglo III, cuando los documentos poco a poco van siendo más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan extendido y tradicional, para no poder dudar que este sea realmente primitivo.

El gesto naturalmente era casi igual en todos los ritos anteriormente citados: la mano derecha o ambas manos, extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien, puesta en contacto con ella, aunque el significado simbólico pudiera ser diferente en cada uno.

En uno quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio, en otro la transmisión de un poder o de un carisma, en otro la consagración a Dios de una persona o cosa, en aquel otro el deseo de la bendición celestial sobre alguien, o bien el exorcismo y la purificación de un influjo demoníaco, o tal vez la invocación de perdón o de la gracia de Dios o, como en la epíclesis eucarística “Hanc igitur”, la declaración tácita de cargar sobre una victima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo.

Sin embargo, a menudo encontramos que la imposición de las manos va acompañada de una fórmula que precisa el sentido, y de un signo de cruz que indica la causa eficiente.

Muchas veces la imposición de las manos está reservada al Obispo, como en la Confirmación, en algunos casos al Obispo y al presbiterio colectivamente como en la concelebración eucarística y en las ordenaciones, o al sacerdote como en el bautismo, o a las diáconos y a los exorcistas en el cumplimiento de sus funciones. A los laicos siempre ha estado expresamente prohibida. Es por ello que muestro una cierta perplejidad ante las imposiciones de manos de los grupos de oración carismáticos.

El gesto de imponer las manos tiene precedentes antiquísimos en las religiones paganas y en el culto hebraico. La mano, que entre los miembros del cuerpo es el medio primario con que el hombre expresa la propia actividad, fue casi considerada en el lenguaje religioso como sinónimo de potencia y de fuerza. De aquí la expresión bíblica “manus Dei, dextera Domini” (la diestra del Señor es la mano de Dios) o aquella figuración del arte cristiano antiguo que representa una mano entre las nubes inclinada hacia abajo para simbolizar la bendición de Dios Padre que trasmite su poder a los hombres.

El símbolo más antiguo de Dios Padre es esa mano que sale de una nube. Es la representación figurada más importante de Dios Padre desde el siglo IV al VIII. ¿Por qué se ha elegido una mano como jeroglífico de Dios? Porque la palabra hebrea iad significa a la vez "mano" y "poder"; en estilo bíblico, "Mano de Dios" es sinónimo de poder divino. La Mano de Justicia que los reyes llevan como insignia de soberanía, con el globo y el cetro, es una supervivencia de esta muy antigua tradición.

Esta mano es siempre la derecha, que por ser la más fuerte tiene preeminencia. Para significar que es una mano divina tiene dimensiones colosales y además está rodeada de un nimbo. A veces proyecta un triple rayo de luz, en alusión a la Trinidad, o aparece en medio de una fuente de relámpagos. En algunos casos la mano hace un gesto: de bendición, de mando o de amenaza. Es una mano hablante que traduce el pensamiento y la voluntad del Señor.

Aparece frecuentemente en las escenas de la ofrenda de Caín y Abel, la orden a Noé de construir el arca, el sacrificio de Isaac, la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley y el arrebatamiento del profeta Ezequiel. La mano divina se encuentra también presente en algunas escenas de la vida de Cristo (Bautismo, Transfiguración). En las representaciones de la Ascensión en el arte paleocristiano y de la Alta Edad Media, la mano agarra la mano derecha de Cristo como para ayudarlo en su subida al cielo. Figura también en algunas escenas de vidas de santos.

En el A.T. se hace mención de la imposición de las manos en el ritual de los sacrificios, de las bendiciones, de la ordenación de los levitas. Jesucristo la usó frecuentemente para curar a los enfermos, bendecir a los niños. Basta pues la tradición judía y el ejemplo de Jesús para dar razón del rito litúrgico cristiano, sin calificarlo de plagio o derivación de liturgias paganas, o de un signo mágico que obra infaliblemente, prescindiendo de toda disposición interna del sujeto. La imposición de las manos en la liturgia, como decíamos interiormente, siempre estuvo asociada a una fórmula que determina exactamente el sentido y el fin, y a la vez sirve de invitación al fiel para acompañarla con los correspondientes actos interiores.
(Fuente: germinans germinabit)





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