domingo, 24 de abril de 2011

¡JESUS HA RESUCITADO - FELICES PASCUAS!


A modo de conclusión de este domingo de Pascua, sugiero leer el texto que sigue, que sitúa al lector en los documentos veraces que hacen al punto central de nuestra fé: Jesús ha resucitado. A todos ¡FELICES PASCUAS! 
 
Hay hombres -lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas- que mueren por una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que es buena.

Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su caridad, pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».

Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico, en el sentido común del término, esto es, «realmente ocurrido»?

Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.

Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el núcleo histórico de la fe de Pascua.
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Tradición y Biblia - Escritura de la Iglesia Católica, años 35 d.C. El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1 Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el 56 o 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San Pablo dice haber recibido él mismo de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto, de raro valor histórico.
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Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el hecho decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.

Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente respecto al modo de existir anterior, «según la carne». Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y desaparece.

Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf Bultmann, todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones psicógenas, esto es, de fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones. Pero esto, si fuera verdad, constituiría al final un milagro no inferior que el que se quiere evitar admitir. Supone de hecho que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma impresión o alucinación.

Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!». Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él? ¿Qué provecho material podían sacar?

Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. Se ha observado justamente: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento».

¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero a Él no le vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.

El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: «¿Por qué te empeñas a buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha resucitado». 
(Fuente: conoceréis de verdad.org)

sábado, 23 de abril de 2011

Sábado Santo - Vigilia Pascual

Estamos  llenos del gozo espiritual que las solemnes celebraciones de la Pascua producen realmente en el corazón de los creyentes. ¡Cristo ha resucitado! A este misterio tan grande la liturgia no sólo dedica un día —sería demasiado poco para tanta alegría—, sino cincuenta, es decir, todo el tiempo pascual, que se concluye con Pentecostés. El domingo de Pascua es un día absolutamente especial, que se extiende durante toda esta semana, hasta el próximo domingo, y forma la octava de Pascua.
En el clima de la alegría pascual, la liturgia de hoy nos lleva al sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a "visitar" la tumba de Jesús. El evangelista narra que Jesús les salió al encuentro y les dijo:  "No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (Mt 28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de nuevo a su Señor, y, llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los discípulos.
Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que habían permanecido junto a él durante la Pasión, que no tengamos miedo de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se encomienda dócilmente. Este es el mensaje que los cristianos están llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra.
El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él.
El Evangelio no dice nada de la Madre del Señor, de María, pero la tradición cristiana con razón la contempla mientras se alegra más que nadie al abrazar de nuevo a su Hijo divino, al que estrechó entre sus brazos cuando lo bajaron de la cruz. Ahora, después de la resurrección, la Madre del Redentor se alegra con los "amigos" de Jesús, que constituyen la Iglesia naciente.
A la vez que renuevo de corazón a todos mi felicitación pascual, la invoco a ella, Regina caeli, para que mantenga viva la fe en la resurrección en cada uno de nosotros y nos convierta en mensajeros de la esperanza y del amor de Jesucristo
(Fuente: Conoceréis de verdad.org)

lunes, 18 de abril de 2011

LUNES SANTO - Una meditación oportuna


No está demás en esta semana, tomarse un rato de tiempo para hacer una breve meditación sobre el sentido de cada uno de los días llamados "santos". Los textos que formarán parte de esta secuencia semanal pueden ayudarte, y Dios quiera que puedas agradecérselo por haberlos encontrado. Te deseo una "semana santa" de mucho provecho espiritual.

Lunes-envidia y tiempo

Un cristiano abrió el misal y se metió en el Evangelio del lunes santo, Juan 12,1-11: «Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume». Una envidia súbita, inopinada, estremeció la médula del cristiano, invadido por el deseo de imitar a María y cobró una agudísima conciencia de su alopecia de antiguo conocida. Ni cabellera ni frasco con perfume. Se sintió vacío y perplejo, como si nada pudiese hacer por agasajar a Jesús en aquella agridulce celebración: Lázaro había resucitado, pero a Jesús se le buscaba para darle muerte. Y por si fuera poco, Judas estaba allí, para babosearlo todo con su aparente amor a los pobres. Era ladrón y traidor.

¿Qué podía hacer el cristiano sin cabellera y sin perfume? La verdad es que envidiar lo ajeno es siempre una bobada colosal. Tanto más si es algo específico del sexo complementario. Algo debo de tener yo que pueda emular a María, a mi manera. Lo que agradece Jesús no es la cosa, sino la atención, el detalle, el cariño, la delicadeza, el desprenderse de lo valioso por amor a Él. Puedo, por ejemplo, empezar diciéndole: «te quiero tanto como María, pero no sé cómo decírtelo o manifestarlo». Puedo buscar modos equivalentes. ¿Qué tengo entre mis cosas que yo tenga como exclusivo mío, aprecie mucho y sin embargo pueda poner a disposición de Jesús o de uno de sus representantes, los más necesitados? Si no le hace falta, ya me lo dirá. En todo caso, lo que valdrá no es la cosa, sino el amor con que se lo ofrezca. Quizá una mayor dedicación a mi familia, o a mi trabajo, o a otros que necesiten más de mi tiempo y yo se lo pueda dar sin incumplir otros deberes. Quizá sea éste uno de los regalos más valiosos:
el tiempo. Él, que es eterno –concebido en la eternidad en el seno del Padre Eterno-, ha entrado en el tiempo y lo comparte con nosotros y le da a cada minuto «vibración de eternidad» (San Josemaría). Jesús me ha dado, me está dando continuamente su tiempo. Al darme su gracia, me hace partícipe de su vida y, en consecuencia de su eternidad. «El hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad.» (Juan Pablo II, Aud. Gen.
3.12.1997). Máximamente, al darme a comer su carne y a beber su sangre, me hace uno con Él. Así cada momento de mi vida adquiere un objetivo valor inmenso a la mirada eterna. Mi corazón, eso es lo que desea y deseo, mi corazón, eso le daré: todo el tiempo, todo el tiempo de mi corazón. Cada minuto henchido de eternidad, lleno de algo bien hecho, dentro de mis talentos, dotado de sentido trascendente, que para eso soy criatura a imagen y semejanza de Dios, redimida por Cristo y por eso capaz de crear sentido divino para las cosas y para mis actos.

Haré como Lázaro, le daré conversación a Jesús: escucharé y contaré. Me interesaré por sus cosas y le manifestaré las mías –mías, suyas, todas son suyas y mías-, por sus sentimientos, intenciones, horizontes, proyectos en el tiempo y en la eternidad… Haga lo que haga, estaré pendiente de Él y me daré cuenta de que Él está más pendiente de mí que yo de Él; que soy destinatario de todo su amor, de todo lo que ha hecho y de lo que va hacer en la tierra. Le seguiré a dondequiera que vaya. Le invitaré a acompañarme a dondequiera que yo vaya. Iré a donde Él desee. Le invitaré a sentarse siempre a mi mesa e iré a participar de su Mesa, la Misa, la Eucaristía. Crearé un vínculo entre mi mesa y mi Misa, entre la Eucaristía y toda la jornada. Mejor dicho, lo descubriré. Le dedicaré el tiempo que pueda, de verdad, a adorarle en el Sagrario –especialmente el Jueves Santo- y estudiaré el sentido de cada uno de los ritos y ceremonias litúrgicas del Viernes Santo y de Pascua de Resurrección, que no voy a perderme, porque actualizan, me ponen en contacto directo con el Misterio Pascual. Cuidaré mis genuflexiones ante la Eucaristía, dentro o fuera de la Misa, como un hombre, con la rodilla en tierra sin movimientos grotescos, sin caricaturas de gentes desamoradas. Me sentaré en la iglesia no como si estuviera en un club deportivo, sino ante el Señor de los señores. Pasaré ratos de rodillas, imitando la oración de Jesús sobre las rocas de Getsemaní y en tantos otros lugares de Palestina.

En fin, seguiré dándoles vueltas y seguro que encontraré mil cosas más que pueda hacer cada día, emulando a esos grandes amigos de Jesús, Lázaro, Marta y María. Todo lo que Jesús es e hizo en el tiempo supera el tiempo, permanece (cfr. CEC 1085). Si yo vivo en Él, todo mi tiempo superará el tiempo. «A menudo el tiempo es poco estimado. Parece defraudar al hombre en su precariedad, con su rápido fluir, que hace vanas todas las cosas. Pero si la eternidad ha entrado en el tiempo, entonces al tiempo mismo se le debe reconocer un gran valor. Su continuo fluir no es un viaje hacia la nada, sino un camino hacia la eternidad. El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Se debe despertar incesantemente en el corazón humano el deseo de la vida y de la felicidad eterna…» Es preciso ayudar «a los creyentes y a los hombres de nuestro tiempo a dilatar su corazón a una vida sin confines» (JP II Audiencia general 10.12.1997). Es importante comer con la familia y de vez en cuando con los amigos.


Esto se lo puedo ofrecer a Jesús: un corazón dilatado a una vida sin confines, que en la aparente trivialidad de un comer juntos, vea un trasunto del banquete de las bodas de Dios con la humanidad, un momento que se integra en lo eterno porque participa de la eternidad del Verbo en quien, de quien y por quien yo vivo. La celebración del Misterio Pascual será el centro y culmen al que se oriente todo el vivir y así todo estará centrado en Él, henchido de vibraciones de amor eterno. La Misa será el generador de la vida sobrenatural que me permitirá dar sentido divino a todo lo humano. Y es lógico que esta semana, la Semana Santa sea a su vez el centro y el culmen de todo el año, tiempo eternizado gracias al Verbo y mi modesta correspondencia. 2005.

(Fuente: Conoceréis de verdad.org)


viernes, 1 de abril de 2011

Intenciones del Santo Padre para el mes de abril

Intención General: Para que por el anuncio creíble del Evangelio, la Iglesia sepa ofrecer a las nuevas generaciones razones siempre nuevas de vida y esperanza.
Intención Misionera: Para que los misioneros, mediante la proclamación del Evangelio y el testimonio de vida, sepan llevar a Cristo a los que aún no lo conocen.
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