El libro de Daniel
(Dan. 5) nos cuenta que un rey
llamado Baltasar (Belsasar, en lengua babilonia), hijo de Nabucodonosor, según
el relato bíblico, ofreció un suculento banquete a más de mil de sus
dignatarios, sus mujeres y concubinas. A la hora de beber, mandó traer los
vasos de oro y plata que había conseguido su padre en el expolio del templo de
Jerusalén y todos brindaron con aquellas vasijas sagradas. Mientras bebían en
honor de sus dioses y se burlaban del dios del pueblo sometido, apareció, a la
vista de todos, una mano que comenzó a escribir en la pared del palacio real.
Todos quedaron paralizados a la vista de aquel prodigio, al rey le temblaron
las piernas y llamó a gritos a los adivinos de la corte. Prometió el oro y el
moro a quien interpretara las palabras que habían quedado grabadas en la pared,
pero ninguno de los magos fue capaz si quiera de descifrar lo que ponía.
¿Por qué no lo pueden descifrar? Porque son
incapaces de reconocer lo sagrado. El rey Baltasar y toda su corte, sus
ministros y sus amigos, desprecian el carácter sagrado de los vasos robados del
templo de Jerusalén, para ellos son simplemente vajilla que usan para beber
durante el banquete. Ese desdén por lo sagrado les impide ver e interpretar las
palabras que la mano misteriosa va escribiendo en la pared. Su propio orgullo
les vuelve ciegos.
Baltasar llama a todos los sabios de su reino, pero
no pueden leer lo que ha quedado escrito. La razón es muy simple: lo sagrado no
se conoce (como se conoce lo natural), sino que se reconoce, no es objeto de
conocimiento, sino de reconocimiento.
Hay personas, mejor dicho, hay formas de pensar y de vivir, que hacen imposible
reconocer lo sagrado. Una copa, un vaso, un altar, un estatua… son objetos
materiales, qué duda cabe, pero contienen un plus, algo que les llena de un
significado especial, que les hace tener un referente sobrenatural. La
estupidez consiste en no reconocer lo sagrado; el sacrilegio, en no querer
reconocerlo.
Ambas formas están presentes en muchas actitudes
contemporáneas y ambas se caracterizan por la irreverencia ante lo sagrado, por
la negación a doblar la rodilla, a venerar nada que nos ponga por debajo de
quien sea (aunque eso sea lo que realmente nos eleve), a dejarnos llevar por
aquello que nos supera, a abandonarnos a una fuerza que no podemos controlar.
George Steiner describía nuestra época como la era de la irreverencia: “Las
causas –decía– de esta fundamental transfiguración son las de la revolución
política, del levantamiento social (la célebre “rebelión de las masas” de
Ortega), del escepticismo obligatorio en las ciencias. La admiración –y mucho
más la veneración– se ha quedado anticuada. Somos adictos a la envidia, a la
denigración, a la nivelación por abajo. Nuestros ídolos tienen que exhibir
cabeza de barro. Cuando se eleva el incienso lo hace ante atletas, estrellas
del pop, los locos del dinero o los reyes del crimen” (Lecciones de los maestros, Ciruela, Madrid, 2004, p. 172). Como
consecuencia de la atrofia de ese sentido que capta lo sagrado, derrochamos una
indiferencia y una falta de respeto sin parangón en otras etapas de la
humanidad que se manifiesta en descuido por lo sagrado.
Cada vez nos cuesta más advertir, y por lo tanto
también admirar, lo sagrado. Cada vez controlamos más la naturaleza, cada vez
nos rodean más artefactos y menos obras de arte, cada vez conocemos más y
reconocemos menos. Hemos perdido esa sensibilidad que a los antiguos les
permitía captar lo sobrenatural que habita en lo natural. El uso de la razón,
sobre todo tecnológica, nos ha dado la mayoría de edad; sin embargo, para
percibir lo sagrado tenemos que ser como niños. Hemos perdido la capacidad de
admirarnos porque lo controlamos todo, lo sabemos todo, nada nos resulta nuevo,
sorprendente, grande, misterioso.
Hemos hecho un mal uso de la ciencia, la hemos
escrito con mayúsculas y en su nombre hemos despreciado todo lo demás. Inventamos
el microscopio, para hacer grande lo pequeño, y el telescopio, para hacer
cercano lo lejano; sin embargo, los hemos usado mal: hemos utilizado el primero
para acercarnos a lo pequeño y el segundo para empequeñecer lo grande. En
consecuencia, nos hemos quedado sin lo pequeño y sin lo grande. Hemos
pavimentado la naturaleza a base de leyes físicas sin darnos cuenta de que lo
sagrado siempre acaba emergiendo como la hierba entre los adoquines.
Daniel fue el único capaz de leer lo que la mano
misteriosa había escrito. El joven israelita clavó sus ojos en los del rey, le
dijo: “Serás castigado por haber profanado los vasos sagrados del templo de
Yahvé. En la pared está escrito: Mené
(mesurado), que significa que Dios ha contado los días de tu reinado y les ha
puesto fin; Téquel (pesado), que
quiere decir que has sido pesado en la balanza y te falta peso; y Perés (dividido), que anuncia que tu
reino se ha dividido y ha sido entregado a los medos y los persas”.
Lo que la mano misteriosa escribió en la pared del
palacio de Baltasar iba dirigido a él y a sus comensales, pero también a todos
nosotros. Pues todos tenemos un Mené,
un Téquel y un Perés, es decir, nuestra vida está mesurada, pesada y dividida. No
hace falta entenderlo de forma fatalista, como si toda nuestra existencia
estuviera ya escrita; no obstante, si leemos lo que quedó escrito en la pared
del salón real, ayudados por Daniel, entenderemos que nos está diciendo que a
todos, querámoslo o no, nos llegará nuestra hora, que seremos juzgados por nuestras
obras y que, seguramente, no daremos la talla, y, finalmente, que lo que
dejemos aquí se dividirá en partes hasta desaparecer irremisiblemente.
(Fuente: Arvo.net)
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