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El cónclave no siempre fue la forma de elegir al
sucesor de Pedro. Para empezar, el primer papa fue nombrado directamente por
Nuestro Señor Jesucristo, que le dio el poder de las llaves personalmente. Fue
la primera y última vez, pues las elecciones siguientes fueron dejadas
definitivamente al criterio de la Iglesia, la cual, siendo institución divina
compuesta por hombres, se ha venido regulando en la materia de acuerdo con las
distintas circunstancias sociales e históricas.
Así pues, en los primeros tiempos del Cristianismo,
en el contexto de religión perseguida, fue natural que el Vicario de Cristo
señalara a algún clérigo de su confianza para sucederle a su muerte: es lo que
se entiende por sucesión testamentaria. San Lino (67-76), designado por san
Pedro, habría, a su vez, designado a su condiscípulo san Anacleto (76-88); éste
a san Clemente I (88-97), preconizado obispo por san Pedro, y Clemente a san
Evaristo (97-105). Este tipo de sucesión papal se hizo más esporádico a medida
que se fue imponiendo el sistema de elección por la comunidad de la iglesia de
Roma a partir de san Alejandro I (105-115). Sin embargo, aún en el siglo V el
papa griego san Zósimo (417-418) fue elegido muy probablemente por indicación
de su antecesor Inocencio I, a quien se lo había recomendado San Juan
Crisóstomo.
El último intento firme de hacer prevalecer la
designación testamentaria fue el de Félix IV (526-530), que, sintiéndose
enfermo e invocando el Decreto de Símaco, reunió al clero romano y al Senado,
en cuya presencia impuso su propio palio al archidiácono Bonifacio señalándolo
como a su sucesor. Efectivamente, un grupo de sacerdotes fieles al papa Félix
eligió a Bonifacio II, pero otro grupo más numeroso de clérigos y laicos
reunidos en la Basílica Julia le opuso a Dióscuro, aunque éste murió 22 días
más tarde, acabando así el breve cisma. Bonifacio intentó, a su vez, designar
al diácono Vigilio como su sucesor, pero en 531, pero chocó con la oposición
frontal de la corte de Rávena, donde residía el representante del emperador
bizantino. El papa Agapito I (535-536) se opuso al Decreto de Símaco, que
finalmente fue abandonado por el papa Vigilio (537-555), el cual aceptó por
debilidad la injerencia del poder político.
En efecto, el emperador Justiniano I, que ansiaba
reconstituir el Imperio Romano en su integridad, se sentía con el derecho a
decidir sobre la elección del obispo de Roma, al que consideraba el más alto
funcionario imperial en Occidente. En 554 hizo publicar su Pragmática Sanción,
mediante la cual asociaba al papa al gobierno político de la Italia bizantina y
aumentaba el poder de los obispos frente al de los funcionarios civiles del
Imperio. Como lógica consecuencia, tanto el nombramiento del Romano Pontífice
cuanto el de los obispos debían someterse desde entonces al placet imperial.
Un intento tardío –y fallido– de designación
testamentaria fue el de Celestino III (1191-1198). En la Navidad de 1197, el
nonagenario y valetudinario pontífice reunió a los cardenales para anunciarles
su intención de abdicar, a condición de que eligieran como sucesor suyo al
cardenal Juan de Santa Prisca, su más próximo colaborador y hombre de
confianza. Los príncipes de la Iglesia rechazaron la idea y pocas semanas más
tarde el papa murió. Fue elegido en cónclave el cardenal Lotario de los Condes
de Segni, precisamente quien menos se hubiera esperado el difunto, que lo había
mantenido relegado de la Curia Romana debido a una antigua rivalidad entre las
familias de ambos (Orsini y Conti). El nuevo papa, que tomó el nombre de
Inocencio III (1198-1216), fue el más poderoso de toda la Historia de la
Iglesia.
Mucho más reciente es el caso del venerable Pío XII
(1939-1958), el cual, aunque elegido normalmente en cónclave, fue
concienzudamente preparado por su predecesor Pío XI (1922-1939), de quien era
secretario de Estado, para sucederle. En efecto, el papa Ratti –cosa inusitada
en aquella época para el colaborador más directo del Sumo Pontífice– hizo viajar
al entonces cardenal Pacelli por las dos Américas y Europa con el claro
propósito de hacerlo conocido y entrenarlo. Además, no escondía su predilección
por el que consideraba abiertamente su delfín. Solía decir en público,
refiriéndose a él: “Farà un bel Papa” (“Será un gran papa”). Aunque no se pueda
hablar estrictamente de una designación testamentaria, lo cierto es que el plan
de Pío XI dio resultado.
Ya se ha visto cómo san Alejandro I (105-115) fue
elegido libremente por la comunidad cristiana de Roma, apartándose así la
sucesión papal por primera vez de la designación testamentaria. Durante los
siguientes trescientos años la elección del obispo de Roma por su clero y
pueblo funcionó más o menos regularmente, a pesar de algunas divisiones. Ello
respondía a la romanización de la sede de Pedro, que no vio inconveniente en
adoptar las tradiciones de la civilización antigua, uno de cuyos aspectos más
importantes era el consorcio del Senado y del pueblo romanos, plasmado en el
famoso acróstico S.P.Q.R. (SENATVS POPVLVS QVE ROMANVS). Incluso en época
imperial, este ideal de la República era formalmente respetado. Ahora bien, el
clero de Roma fue asimilado al Senado, en tanto su feligresía lo era al
populus. Era, pues, natural que clero y pueblo eligieran a su obispo. Este
sistema quedó mediatizado por la Pragmática Sanción de Justiniano de 554, la
cual acabó, además, con el Decreto de Símaco.
Antes de que el basileus bizantino se arrogase
formalmente la prerrogativa del placet imperial a la elección papal hecha por
el clero y pueblo romanos, ya había habido el antecedente de una suerte de
confirmación en forma de carta que envió el emperador Valentiniano II al
prefecto Piniano tras la exaltación de san Siricio (384-399) a la sede romana.
Por su parte, Odoacro, rey de los hérulos, el conquistador de Roma en 476,
había reivindicado su intervención en la elección papal y, a la muerte del papa
san Simplicio en 483, había enviado a Roma un plenipotenciario con un decreto
presuntamente firmado por el difunto pontífice, en el que se establecía que, en
lo sucesivo, la elección de un nuevo papa debía ser consultada con los
delegados reales. Los electores dieron por bueno el documento y nombraron a un
patricio romano de la familia de los Anicios: Félix III (483-492), el cual
recibió el placet regio de Odoacro. Muerto éste, los reyes ostrogodos, que
dominaban ahora en Italia, reivindicaron lo que consideraban el derecho de
intervención real reconocido por Simplicio y lo ejercieron en algunas
elecciones. Tras la caída de los ostrogodos en 553 por obra del general
bizantino Narsés, la injerencia política en la designación del obispo de Roma
fue monopolio del basileus de Constantinopla.
La espera de la aprobación imperial hizo en muchas
ocasiones retardar más de lo conveniente la consagración de un nuevo elegido
como Papa, lo que fomentaba las diatribas e intrigas cuando no los desórdenes,
que habían de ser reprimidos por la milicia. Poco a poco fue ésta adquiriendo
carta de ciudadanía como tercer elemento concurrente en las elecciones papales.
Al lado del clero y del pueblo, el ejército comenzó a intervenir también en
ellas, como quedó patente en la del papa Juan V (685-686). El problema de la
demora de la confirmación imperial se había puesto de manifiesto en las
consagraciones de San León II (682-683) y San Benedicto II (684-685), que
tardaron respectivamente dieciocho y once meses. La consideración de los gastos
y la pérdida de tiempo ocasionados movieron al emperador Constantino IV
Pogonato a delegar con carácter permanente su derecho personal en el exarca de
Rávena, que hasta entonces había obrado sólo con la expresa autorización
imperial dada cada vez. De todos modos, también la confirmación del exarca se
hizo esperar en más de una ocasión.
A principios del siglo VIII el emperador el
emperador Justiniano II, enemistado con el exarca, le arrebató el privilegio de
confirmación de los papas electos. Por eso vemos a León III Isáurico darla
inmediatamente desde Constantinopla a San Gregorio III (731-741). Por otra
parte, el Exarcado de Rávena y la Pentápolis fueron asediados en este tiempo
por una nueva potencia que había surgido en el norte: el reino longobardo. El
sucesor de San Gregorio III, el griego Zacarías (741-752) fue consagrado sin
pedir ni esperar ninguna confirmación. Por lo demás, el emperador Artavasdes,
concentrado en conservar el poder que había usurpado, se había desinteresado
por completo de la suerte de la Italia bizantina. Justamente bajo el
pontificado de Zacarías ocurrió un hecho capital que iba a determinar el futuro
del Papado e influiría en el sistema de elección de los romanos pontífices: el
reconocimiento de Pipino como rey de los Francos y la famosa donación de 756.
RODOLFO VARGAS RUBIO
(Fuente InfoCatolica)
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