La belleza siempre en el horizonte
El hombre es el único animal que dibuja, el único
que crea arte, el único que busca la belleza, porque desde la creación
artística atisba la verdad y con la luz de la belleza logra iluminar su
esencia.
No me extraña que para Alexander Blok el arte fuera
«el presentimiento de la verdad» y para André Forssard, «una mentira que dice
la verdad».
En la antigüedad, arte era sinónimo de técnica
(tekne, en griego, y ars en latín) y comprendía todos los procedimientos
llevados a cabo para conseguir un fin práctico, así se hablaba del arte de
construir, de navegar, de escribir, del arte de la guerra, de la caza, etc.
Nosotros, en cambio, reservamos el nombre de arte a la actividad técnica que
busca la creación de belleza. Así, decimos que una obra de arte es un producto
de la actividad humana con un carácter universal que tiene como valor principal
la belleza. La búsqueda de la belleza hace que la obra producida por el artista
supere su sentido meramente práctico y adquiera un carácter universal. Por ese
motivo, la obra de arte propiamente no tiene ninguna utilidad práctica (como
mucho, adorna) y puede ser disfrutada, en todo tiempo y lugar, por cualquier
persona. A lo largo de la historia, el ser humano se ha servido de las
creaciones artísticas como imprescindibles medios de comunicación. Siendo el
arte un lenguaje universal, puede traspasar fronteras espacio temporal y llegar
adonde no llegan otras manifestaciones culturales. Por eso, el bagaje artístico
de un pueblo nos sirve para entender mejor su cultura, sus creencias, sus
preocupaciones, sus proyectos, sus frustraciones, en fin, su forma de ver el
mundo.
El arte es la capacidad que tiene el ser humano de
crear obras bellas, que no solamente obedecen a leyes técnicas, sino, sobre
todo, al genio creador del artista. La función del artista consiste en
domesticar la materia para que en ella se exprese la belleza, para lo cual,
muchas veces tendrá que dejar que la obra se desarrolle libremente, otras
tendrá que asistir a la materia para que dé a luz la belleza que contiene en su
interior. Miguel Ángel decía que cada trozo de mármol contiene una escultura y
que el escultor sólo tiene que quitar la piedra sobrante. Esa domesticación de
la materia quedó expresada en la inscripción que el ingeniero romano julio Cayo
Lacer colocó en el puente de Alcántara: Ars ubi materia vincitur ipsa sua, es
decir, artificio mediante el cual la materia se vence a sí misma.
La experiencia de muchos artistas pone de manifiesto
que la obra de arte tiene una dinámica propia y que se asemeja a un ser vivo:
nace y crece. El nacimiento se corresponde con la idea inicial (la inspiración)
y el crecimiento con el trabajo del artista. Si resulta misteriosa la
experiencia de la inspiración no lo es menos la del trabajo artístico. En lo
más íntimo de su taller, el genio creador sabe que su trabajo consiste en
dejarse sorprender por su propia creación. Así, cuando la obra adquiere
independencia, ya no pertenece propiamente al artista y pasa a formar parte del
universo de las creaciones artísticas.
El proceso creador culmina con una obra que será no
sólo un producto material, sino también un vehículo de expresión de
sentimientos y un medio de comunicación de ideas, de educación y conocimiento.
Una característica esencial de una obra de arte es
que, al contemplarla, se produce un goce estético. Todos hemos tenido alguna
vez esta experiencia en la que descubrimos, como pensaba Kant, la huella del
espíritu humano en los objetos bellos; mediante ella salimos, como decía
Schopenhauer, de nosotros mismos y quedamos como extasiados, o simplemente
sentimos placer al contemplarla.
El carácter experiencial del juicio estético ha dado
lugar a entenderlo como un juicio meramente subjetivo. Es el sentido del dicho:
«sobre gustos no hay nada escrito». Sin embargo, aunque el juicio estético
contenga una buena dosis de subjetividad, eso no significa que no existan
criterios objetivos para determinar si una obra es artística o no. Quizá «sobre
gustos» sí haya mucho escrito, lo que pasa es que no lo hemos leído.
Probablemente, un joven prefiera escuchar la última canción de su grupo
favorito antes que una sinfonía de Beethoven, entonces, ¿por qué esta última se
considera una obra de arte y aquella no? Quizá porque el juicio estético,
aunque es subjetivo, contiene una cierta dosis de objetividad otorgada por la
belleza.
Los filósofos que se han dedicado a estudiar las
condiciones de posibilidad de la obra artística como actividad humana, así como
los problemas que se derivan de ella: la comunicación artística, su valor, los
diferentes lenguajes artísticos, etc., se pueden agrupar en dos grandes
tendencias que entienden el arte de forma distinta: El arte como medio de
expresión: mediante su obra, el artista comunica sentimientos, emociones,
ideas, desacuerdos, etc. El arte como realización bella: la obra de arte no
pretende expresar nada, sino solamente provocar un goce estético en quien la
contempla.
Seguramente las dos teorías son compatibles, ya que
nuestra experiencia estética tiene en cuenta tanto el elemento expresivo como
el puramente formal. Es decir, hay obras que nos gustan por lo que comunican y
hay otras que nos gustan por su belleza intrínseca.
Todos disponemos de sensibilidad estética, pero no
todos somos críticos de arte. Descalificar una escultura, un cuadro, un poema o
un edificio porque no nos gustan, resulta a veces precipitado. Si están
considerados como obras de arte, lo mejor es que nos dispongamos a escuchar a
los entendidos y a dejarnos formar nuestro juicio estético.
La filosofía del arte nos ofrece algunos indicadores
para determinar si estamos o no ante una auténtica obra de arte. Estos
indicadores son cuatro:
Primero: la obra de arte supone un hecho
comunicativo, donde los papeles de emisor (artista) y receptor (público) no son
intercambiables como ocurre en la comunicación habitual. Además, el arte no
tiene barreras idiomáticas ni espacio temporales, como ya hemos dicho.
Segundo: la obra de arte es original y como tal debe
sorprender al espectador. Ser original no es fácil, porque se debe contar
siempre con que el público entienda el mismo código que utiliza el artista y a
la vez salirse de él.
Tercero: la obra de arte guarda un equilibrio
formal, es decir, por muy libre que sea, está sometida a ciertas normas de
composición que se conocen como canon artístico. Si el canon es muy estricto se
puede caer en el academicismo, con el riesgo de perder la originalidad.
Cuarto: la obra de arte expresa el talento del
artista. De aquí surge una pregunta que nos hemos hecho muchas veces: ¿una
producción adquiere el rango de obra de arte porque está hecha por un artista,
o alguien es un artista porque crea obras de arte?
Las extravagantes manifestaciones artísticas de las
últimas décadas nos pueden llevar a pensar que estamos presenciando el final
del arte, el fin de la belleza. Sirvan estos ejemplos: Marcel Duchamp le pintó
bigotes a la Mona Lisa y exhibió un urinario de porcelana como escultura. Piero
Manzoni vendió su aliento en globos de colores, y en 1961 creó su obra Mierda
de artista, consistente en noventa latas, firmadas y rellenas con sus propios
excrementos. Leo Castelli exhibió latas de cerveza vacías arrugadas. En cierta
ocasión, Chris Burden se hizo disparar a quemarropa en el brazo derecho, y otra
vez se hizo
crucificar, bajo los efectos de la novocaína, a un
volkswagen. Ron Jones ha sometido su rostro a nueve operaciones de cirugía
plástica para convertirlo en un collage con la frente de la Mona Lisa y el
mentón de la Venus de Boticelli, además ha vendido frascos que contienen su
grasa corporal. La argelina China Adams colocó un anuncio en varios periódicos
solicitando un trozo de carne humana; alguien donó una tajada de un muslo;
luego la artista lo guisó con sal y ajo, y lo comió ante los sorprendidos
asistentes en el museo Armand Hammer de Los Ángeles. Damien Hirst coloca
animales muertos en enormes recipientes de cristal que contienen una solución
de formol, lo cual permite tener una panorámica de las partes internas del
animal, en algunos casos una vaca entera o un cerdo.
Si en nuestros días el hombre se encuentra
desorientado es debido a que ha dado la espalda al resplandor de la verdad que
es la belleza. En su poema Los versos, José Manuel Gutiérrez escribe: «Tan
pequeños, los versos / guardan la Luz en sus bolsillos». En la medida en que el
hombre sea capaz de recuperar esa luz, podrá volver a orientarse. Una vez más,
en el arte, en la belleza, radica nuestra esperanza.
Recuerda que eres hombre: la belleza se encuentra
siempre en el horizonte de lo humano.
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